domingo, 6 de marzo de 2011

Una de piratas

Érase una vez una isla del Caribe donde no había puesto el pie el hombre blanco. Los indígenas, gente promiscua y mal vestida, vivían felices en su paganismo y su desnudez y su ignorancia del mundo y sus redondeces, indolentes del Universo y sus misterios. Adoraban el oro, que en aquel lugar abundaba. Aquellos salvajes trabajaban de cuando en cuando en una gigantesca mina que cubría el corazón de la isla, almacenaban grandes cantidades del preciado metal y utilizaban su polvo para confeccionar una especie de pócima mágica, que era en realidad una pócima mágica.
Curiosamente, utilizaban el mejunje aquel para embellecer todo y solo para eso. Unos polvitos por aquí y el arbusto se llenaba de flores. Por eso, no por algún capricho de la naturaleza, allí el mar estaba siempre calmo y templado, los pájaros de vivos colores, la fruta exuberante y deliciosa, los senos turgentes, las flores bellísimas y de maravillosos y embriagadores perfumes. No había allí un bizco, un cojo, un tuerto, un manco, un calvo, ni una mujer fea. Hasta las piedras de la playa eran blancas y brillantes.
Por la misma lógica, en algún punto impreciso del Océano Pacífico, navegaba un bajel pirata llenito de corsarios, analfabetos, borrachos y malencarados. Por las cosas del destino, y no porque estuviesen todo el día pegándole al ron, los piratas se perdieron de su ruta y fueron a la deriva durante cerca de un mes.
El trece de octubre del año del Señor de mil ochocientos veintitrés, martes, el vigía avistó la isla antedicha y el carismático capitán, llamado Joe el Tuerto por razones evidentes, dio la orden de dirigirse allí. Llegados a la isla, los piratas desembarcaron y se encontraron con los nativos que semidesnudos y boquiabiertos les observaban. Tras un dificultoso y lleno de cautela primer contacto el capitán y el cacique llegaron a un cierto entendimiento y antes de que cayera totalmente la noche se reunieron, cada cual en sus dominios, con los suyos para debatir sobre cómo enfrentar la situación. En el caso de los piratas, no era nada nuevo afrontar una aventura donde de lo que se trataba mayormente era de convivir con las nativas, sacudir a los nativos, reabastecer la nave y ver qué podían pillar por la isla hasta quedar listos para partir de nuevo. Pero para los isleños aquello era inaudito, insólito, inédito y no sabían cómo actuar. El cacique explicó a su pueblo que el capitán había sonreído de manera tal que había comprendido que aquellos seres eran los más corruptos que jamás hubiese visto. Así que por una intuición casi sobrehumana dijo y ordenó y mandó a su gente que no intercambiasen verbo alguno con los extraños. Que no dijesen una palabra, aunque su idioma les fuese desconocido, y bajo ningún concepto mentasen el oro, la mina y la poción que elaboraban y de la que debían guardar absoluto secreto.
No se le había escapado al cacique que los extranjeros eran astutos y bandidos y que en un par de días aprenderían su lengua, y cualquier otra cosa del mundo que les interesase, sin método Berlitz ni pragmática, ni proceso de enseñanza-aprendizaje de corte ecléctico y enfoque comunicativo. Y así ocurrió.

Tres días pasaron los indígenas dando largas a los preguntones piratas y tan mal disimulaban que despertaron las suspicacias del capitán que, convencido de que tenían algo más que hembras generosas, se propuso sonsacar al más incauto. De modo que fue en busca de uno al que llamaban Ctop Chbbit, lo que en español actual podríamos traducir por el Bocas, y le ofreció un traguito de ron. La conversación fluctuó: el tiempo tan bueno que siempre tenían, las tetas de Ctlah, cuál era la mejor tienda de la aldea, la del cacique, claro, menudo cabrón. Las virtudes de la isla, pocas en realidad, un sitio pequeño, sin ningún rasgo especial, no como otros que ellos habían visitado. Qué rico el ron, oye. Sí, ya ves. Habló el Tuerto de grandes ciudades, de caballos y de ornatos, de joyas y riquezas. Nunca podrían imaginarse nada igual, pobres como eran. Al Bocas después de un cuarto de botella se le trababa la lengua, pero el Tuerto creyó reconocer la palabra "oro".
Como siempre le pasaba cuando se olía cerca un tesoro, a Joe empezó a picarle la pata de palo. Sonrió satisfecho y dio más ron al Bocas mientras le decía que no podía ser verdad que tuvieran oro allí pues ninguna figura decoraba sus casas, ni collar alguno rodeaba el cuello de sus mujeres, no tenían anillos, ni copas, ni vasijas, ni siquiera el viejo cacique tenía un cetro o una corona.
El indiscreto indígena no se enteraba de nada, solo veía aquella boca llena de caries, algo para lo que ni siquiera tenían una palabra en la isla.
-Con el oro hacemos magia.
Sé que os sorprenderá que el Tuerto pasara directamente del asunto de la magia y se preocupase por conocer la exacta ubicación del oro, así que siguió con su estrategia inductiva y ahora ya directamente lisonjera para obtener la información que sentía como necesaria y esencial. Miró con su único ojo, que era negro y rasgado y de una profundidad inquietante, al joven indígena y le preguntó sin remilgos:
-¿Acaso te repugno?
El muchacho, algo descolocado, se fijó, antes de responder, en el largo y negro cabello que caía por los hombros del pirata. Se dio cuenta entonces de que era un hombre alto, y que se había acercado peligrosamente a su pequeña estructura indefinida de hombre a medio terminar. Sintió un envite de temor que le llevó a una respuesta tan cauta que no era propia de él:
-No, no. Todo lo contrario.
-¿Todo lo contrario?, dijo el astuto Joe.
-Eres bien parecido... para ser extranjero y mayor.
Joe estaba casi encima de él y dejó pasar un momento de silencio e incertidumbre hasta pronunciarse en su deseo inmediato que sería medio y parte de la consecución del verdadero y único deseo.
Al Bocas se le estaba pasando la curda por momentos y, sin poder explicar qué le impelió a ello, tocó la cicatriz del capitán con su mano diminuta y suave. El ojo de Joe brilló y, cual gato montés viejo pero rápido, pasó a la acción. En un decir "amén", había tomado al Bocas entre sus brazos y susurraba a su oído convincentes argumentos para ser guiado, tras el ayuntamiento a ser posible, a la cueva donde tenían el oro.
Tan pronto como acabó de subirse los pantalones, el indígena con las mejillas sonrosadas lo condujo al centro de la isla y le enseñó todas las instalaciones, mina y guarida del oro incluidas.
Bien entrada la noche, despidió el Tuerto al dulce indígena. Marchó aligerando el paso a la nao donde explicó a sus hombres el asunto del que se iban a ocupar a continuación. No había tiempo para discursitos: debían ir prestos a la cueva en la que los isleños escondían el oro, llenar cuantos cofres, sacos, bolsas y barriles estuvieran a su disposición y cargar lo que diese de sí La Belle Marie, nombre dado por el armador, francés y lerdo, en honor a la conocida prostituta María la Piernas Ligeras. Una vez acabado el saqueo áureo, habrían de salir pitando de allí. No era cobardía. Los indígenas, aunque canijos, les triplicaban en número y era mejor no arriesgar los pescuezos. Además, sabiendo como de tan buena tinta sabía lo larga que tenía la lengua el Bocas, se temía que tan pronto amaneciese todos estarían al cabo de su plan. No había un segundo que perder.
Los hombres, algo ebrios en su mayoría, se portaron como los profesionales que en realidad eran: hubo rapidez, eficacia y diligencia en todo momento. El cielo clareaba apenas cuando levaron anclas.

En cuanto despertaron, los nativos notaron que la nave no estaba. El cacique mandó reunir a todos con urgencia mientras enviaba a uno de los jóvenes a comprobar si, como sospechaba, de algún modo los piratas habían encontrado el oro. De vuelta, el muchacho corroboró los temores del jefe. Este, de inmediato, miró a Ctop Chbbit que cayó de rodillas y se puso a llorar como un niño. La reacción del líder de la isla fue enérgica: debían ir detrás de los piratas y recuperar lo que era suyo.
Nadie se atrevió a replicar si bien a muchos les pareció una idea descabellada y muy temeraria. Además de un trabajón por el que ninguno sentía una especial motivación. Tenían que preparar las barcazas, que para más inri llevaban años bajo unas hojas de palmera, mal resguardadas de la humedad y los insectos, y había que darse prisa.
Al Bocas le cortaron la lengua y lo desterraron de la aldea. Este castigo era esperable, no obstante, dado la gravedad de sus pecados y la importancia de lo que por su culpa habían perdido y aún podían perder.

El sol estaba ya alto y aún se veía el contorno lejano pero perfecto de la isla, cuando el vigía anunció que les venían siguiendo unas pequeñas embarcaciones.
Sí, amigos. Ayudados por la poción, los indígenas habían aderezado las navecillas e iban a la postre del barco pirata sin más ayuda que la de los remos. Y, sin embargo, avanzaban con rapidez y brío, como si la corriente oceánica les empujase desde el fondo, como si una tropa de delfines invisibles les remolcasen. Vociferaban y manoteaban, cada vez más cerca.
La Belle Marie iba casi a rastras, lastrada por el peso de la carga. Encima, ni una leve brisa ayudaba a las pesadas velas a llevar la nao adelante. Joe el Tuerto no daba crédito. Tentado de virar a derrota y cañonear las barcas, decidió que no era necesario tal esfuerzo por tan poca amenaza. Resolvió, mejor, arengar a sus hombres como comandante: imprimir fuerza en sus almas era su misión. Ellos eran corsarios, dueños de la mar, curtidos en mil batallas, expertos en jugar sucio y, -les recordó-, aún imbatidos, surcaban los mares juntos desde hacía diez años en aquel bravo navío que sería el último suelo que pisarían esos infames. Sus dagas estaban retorcidas como sus almas que se quemarían en el infierno antes de devolver una maldita onza de oro.
Ya enervados los ánimos, fueron los hombres directos a popa a esperar a ser alcanzados para plantar batalla, decididos a no dejar a uno solo con vida. Confiados en su capitán, en su experiencia y en su arsenal.
Las dieciséis barcazas cargadas con todos los nativos que no estaban moribundos se acercaban. A ellos no los movía el orgullo sino un poderoso temor a la ira del cacique y su amenaza de castrar al que se comportase de modo cobarde. No retornarían sin el oro. Por fin, llegaron al galeón pirata y comenzaron a trepar por las maromas, los rudimentarios cuchillos entre los dientes. Eran muchos y aunque algunos eran brutalmente despedidos tan pronto alcanzaban la borda, pronto muchos de ellos habían abordado La Belle Marie y se defendían de los corsarios de modo animal e inusitado. Con cuchilladas, patadas y dentelladas, se movían tan rápidos que era imposible apuntarles con los mosquetes, inútiles en el cuerpo a cuerpo. Los piratas, no obstante, daban buena cuenta de los pequeños enemigos sin achantarse. Superiores en destreza y en fuerza, en corpulencia y en confianza. Muchos yacían en el suelo desangrándose en el momento en que el anciano cacique entró flanqueado por cuatro de los más fuertes isleños.
Joe lo esperaba pues en toda confrontación, muerto el líder, todo acababa. Se dirigió contoneándose por la cojera y levantó su sable dispuesto a partir al viejo por la mitad y dar por zanjado el asunto cuando pudo ver con su ciclópeo ojo la bolsa de cuero rojizo y la mano pellejosa que sacaba unos brillantes polvos y se los lanzaba desde apenas un metro. Ya Joe no pudo avanzar más. Cayó fulminado al suelo donde vomitó un espumarajo verdoso que fue lo último que vio y olió.
Poco a poco, la voz de que el capitán había muerto corrió como la pólvora y los piratas quedaron indecisos a merced de los maltrechos vencedores. Fue una sorpresa que los salvajes les dejasen marchar con vida una vez retornados ellos y su oro a la isla.
Aquella tarde partieron, aún los cadáveres en el suelo ensangrentado de la nao, aún Joe el Tuerto petrificado entre el esputo verde, aún el olor a pólvora y sudor y meados. Jamás nadie sabría de aquella derrota. Los piratas volverían sin botín, sin capitán y sin honor, aunque ninguna de esas cosas en verdad necesitaban.
Quedaron los isleños en la isla, cambiados para siempre. Orgullosos. Su hazaña fue versificada y cantada como gesta épica por el resto de los tiempos.

Para los más curiosos, explicaré que solo pasados dos meses falleció el cacique y que fue su hija Ctlah la que heredó el liderazgo de la isla. Su primera decisión fue traer de vuelta a Ctop Chbbit y retornarle la lengua. Además, se hizo un collar de oro para distinguirse como jefa de la aldea y adornó cada casa con piedrecitas doradas. Entre otros de sus logros y mejoras infraestructurales, Ctlah fue la primera que utilizó la pócima para cambiar de ubicación la isla cada vez que en el horizonte aparecía un barco. Más tarde, su hija que no era tan piadosa decidió que dado los desfases espacio-temporales que sufrían como efecto secundario de dichos cambios de ubicación, era mejor sencillamente hacer desaparecer cada nave que se acercase mínimamente a ellos. Sí, sí. Ya sé lo que estáis pensando: “¡Joder, el Triángulo de la Bermudas!”. Pues, sí.

1 comentario:

Riforfo Rex dijo...

Un relato muy divertido.