martes, 24 de julio de 2012

Muerte de un soldado



Noté el proyectil atravesar mis costillas. No sentí dolor solo presión, calor, pero aun así caí. La sensación fue la misma de un puñetazo, un golpe bajo, aunque después escocía. Quedé boca arriba unos segundos mirando las nubes nuevamente, preguntándome cómo podía ser el cielo tan azul aquel día en que el suelo ensangrentado dolía los ojos del que cobarde o abatido los bajaba.
El cielo nos ignora y hace bien. ¿Cómo el azul infinito no nos distrae de esta carnicería?
Oí unos pasos y unas palabras en aquel idioma extranjero que odiaba. Un metro noventa, quizás noventa kilos, empezó a patearme en la espalda, en el estómago, en los costados. Y yo le decía: "No me haces daño, cabrón. Tú no sabes lo que es el dolor. No puedes herirme. Golpea a placer". Y lo miraba y me reía y le preguntaba en mi lengua antigua y bella: "¿Has leído a Kafka, Hesse, Goethe, Schiller?". Ignorante bastardo. Ni sabría leer.
Cuando se cansó de golpear mi cuerpo, avisó a otros como él. Me agarraron y me metieron en un camión lleno de otros como yo: heridos, prisioneros, sucios de barro, sangre, oliendo a humo, ceniza y carne quemada. Algunos podían sentarse; otros nos amontonábamos en el suelo del vehículo.
Llegamos al cabo de algunas horas. Muchos llegaron muertos. Yo, no.
Aquel lugar que vi entre brumas era un castillo convertido en campo de prisioneros. Me empujaron y arrastraron hasta una celda. Me lanzaron, me encadenaron, cerraron la puerta.
Yo para entonces ya no podía mover las piernas. Pero solo me preocupaba la sed. La sed te hace sentir mareado, te duele el estómago, te da calambres.
Me desvanecí.
Al despertar, estaba en una cama, en una sala que parecía un improvisado hospital, blanquísimo, limpísimo, con unas gigantescas ventanas a través de las que entraba el sol y una brisa suave que movía las finas cortinas y los visillos que tapaban las paredes. A mi lado, sentada, una mujer joven que supuse enfermera me miró y sonrió. Se acercó y susurró palabras ininteligibles en otro de esos idiomas desconocidos para mí. Sus cabellos, largos, rubios, suaves y perfumados, fueron suficiente. Los ojos, azules, me mostraban confianza y simpatía.
Seguía sin poder mover las piernas ni casi los brazos, pero alcancé a levantar una mano y acariciar sus cabellos. Ella se inclinó y besó mi frente. Al levantarse, sin embargo, no vestía uniforme sino vendas. Unas vendas que no ocultaban su belleza y su juventud. Cerré los ojos. Aún sentía sed y no podía hablar. Volví a desmayarme.
No sé cuánto tiempo pasó. Me despertaron los latidos desbocados de mi corazón y un fuerte dolor de cabeza. Curioso: no me dolía la herida. No suelo quejarme; sin embargo, no pude evitar gritar aunque más me habría valido no hacerlo porque la boca se me rasgó por dentro. El sabor de la sangre, inconfundible, me alimentó y pronto me sentí capaz de mirar a mi alrededor. Había vuelto a la celda, y ella estaba allí, conmigo. Sus vendas medio desarmadas me hicieron pensar que la habrían maltratado pero su aspecto era radiante, sus cabellos no se veían despeinados. Nada de dolor, tristeza, vergüenza, miedo en su mirada, como ocurre cuando a una mujer la han dañado.
Me alegré de que no la hubieran roto.
Ella se acercó despacio y me acarició el rostro. Pensé: "!Qué pena no tener fuerzas!" Me besó en los labios, pero mis labios estaban secos y mi boca llena de sangre, así que me aparté y me eché hacia atrás, para que pudiese besarme, pero no en los labios.
Ojalá hubiera podido levantar la cabeza y mirarla. Ver cómo con su amor me quitaba el dolor y la pena. Ver su rubio cabello acariciando mi vientre y sus labios absorbiendo la vida en ruinas y solo dejando una sensación de placer inconmensurable.
Abrí los ojos por última vez y me encontré bajo el azul infinito que ya había visto antes.

El ángel herido, de Hugo Simberg

3 comentarios:

Calamardo dijo...

Muy buen relato. ¿Sabes?, una vez soñe que era un soldado en una trinchera durante la I guerra mundial y que una bayoneta salía de la oscuridad de la noche y se me clavaba en las tripas, me desperté inmediatamente, con la sensación de que mi vida se acababa; pero sólo fue un sueño.

Pine Apple dijo...

Es bonito. Me fascina cómo cambias de género y registro.

omar enletrasarte dijo...

genial!
saludos