domingo, 16 de diciembre de 2012

Oda al Lidl



Yo no sé qué mierda es una oda. Apenas aprendí a escribir ayer y no he leído nada que no salga en un paquete de comida precocinada, así que ya ves. Pero, como todo quisque, hablaré, y hablaré del Lidl. Ese sitio entre tenebroso y absurdo, rabiosamente yanqui, increíblemente desordenado, atestado y extraño al que vamos las madres modernas. Madres modernas buscando cerveza barata y disimulando, perdidas entre la masa de enormes espaldas biondas e invasoras que se pirran por sitios así. Madres que aman a sus retoños, como yo.
Y recorres los pasillos como Dante en el infierno, viendo todos los sinsentidos del planeta expuestos sin orden ni concierto, sin razón, sin limpieza y sin problema, sorteando las cajas tiradas por los suelos, empujando sin vergüenza a los guiris intrusos y metiendo en el carro todo tipo de comida para microondas para tus niños que andan como vándalos por allí, montando un circo que a nadie extraña porque a nadie allí le sorprende la mala educación, el griterío y la indolencia de una madre moderna. Son una tribu a la que perteneces te duela donde te duela, y es así. Llenas, en fin, el carro, con toda clase de reservas listas en dos minutos, merluza tres sabores, pizzas de caramelo y mucha ginebra, y muchísima cerveza. Y echas un par de cajas de vitaminas e hilo dental para disimular el verdadero motivo de ir a aquel infesto lugar para hacerte con un arsenal de alcohol, mientras atiborras a tus hijos de comida basura y los dejas frente al televisor. La cajera, la única cajera, se hace cargo de una cola de siete metros, llena de espaldas enormes entre las que te sientes como una habitante de Liliput que concede a sus hijos la venia de tirar por los suelos todo aquello que esté a su altura y traer a manos llenas chocolatinas que agregas a tu compra tras veinte minutos de espera. La cajera es una mujer bigotuda que mira a todos con el mismo mirar y no intercambia más de dos frases jamás. Como si dijera, no me importa tu vida ni la mía y no creo en la electrolisis ni un carajo, solo quiero que den las diez para hartarme de fumar.
Es una pesadilla, pero los niños lo pasan bien. Y tú, madre moderna, lo cargas todo en el monovolumen que te dejó el adultero aquel y te llevas a casa a los tres salvajes que no harán los deberes, que se quedarán dormidos en la alfombra tras comer una lasaña de bote y te inflarás de beber hasta caer en la alfombra tú también.

4 comentarios:

Elisa dijo...

Dios, el supermercado más cutre del mundo, ya no voy a volver a pisarlo sin recordar esta oda. Eres la verdadera cronista de la vida a principios del siglo XXI.

omar enletrasarte dijo...

desde la imaginación hasta la realidad, buena creación
saludos

Juanjo Rodríguez dijo...

Gran texto. No es un súper, es el mundo. Ese "solo quiero que den las diez para hartarme de fumar" es desolador. La cajera sale del embrutecimiento público para darse a otro embrutecimiento privado. Los jodidos mayas patinaron y habrá que volver al súper.

Pilar dijo...

Gracias, Elisa, Omar. Abrazos.
Juanjo, sí, ¡malditos mayas!