No podía recordar desde
cuándo, cada domingo a las 8:30 de la mañana J.J. subía a su blog un capítulo de su
novela. La historia se iba llenando de los deseos cumplidos de los pocos lectores; se iba escribiendo sola, usando a J.J. casi como un medium que, tras su ritual matutino de desayuno y baño, se sentara ante el ordenador y vaciara su
cabeza, mientras sus manos golpeteaban las mullidas teclas, igual que las Ciudades Quemadas habían
depositado su última esperanza en Finn.
Solo
faltaban un par de semanas: el capítulo final estaría listo antes del día más largo. Sin embargo, el sábado aún no se había
escrito una palabra de esa última entrega. Una fiebre de origen desconocido había
noqueado a J.J. justo después de que, el último domingo, Finn cayese en un letargo febril tras recibir la punzada del aguijón de un ser gigantesco. Fue un momento determinante en la historia: Finn era humano. Desde
entonces, J.J. había tenido horribles pesadillas en las que monstruos salidos
de sus libros lo perseguían hacia un abismo de fuego rojo.
La fiebre remitió y, cuando,
debilitado y aturdido, J.J. comprobó la fecha, cayó en un estado de bloqueo, incapaz de escribir un final para su libro. Finn se hallaba
acorralado, enfermo y solo, la espalda contra la roca en una húmeda y oscura
cueva de paredes cartilaginosas, rodeado de enemigos. Y J.J. se
sentía exactamente como él. A las seis de la mañana, Finn había perdido un
brazo y rogaba para que llegase, Deus ex
machina, algún tipo de ayuda, pero lo único que veía era un parpadeo igual
que el del cursor que desde la pantalla amenazaba a J.J. como el hipnótico tictac
del reloj: una cuenta atrás. A las ocho, J.J. no había dado forma a un
final heroico y con sentido. La angustia que sentía era indescriptible. Se tomó
la temperatura: le había subido bruscamente la fiebre. Al cabo de un momento,
se desmayó.
El tiempo pasaba ajeno a todo lo que no fuese el juego del movimiento
relativo e intangible, y Finn estaba solo, suspendido en la nada, existiendo de
un modo onírico en la mente difusa de los lectores de J.J. y reclamaba no
quedarse ahí, no permanecer así ni un minuto más. Probablemente rezó y
seguramente gritó y a las 8:25 el cursor se movió. Alguien escribió: «Alzó la
enorme pata hasta más arriba de la cabeza de Finn, que arrodillado y sangrando
por la boca apretó con fuerza los dientes y cerró los ojos, con un miedo paralizador
y auténtico en el que reconoció ese tan deseado ser humano...», pulsó enter y posó una mano húmeda y caliente sobre el rostro de J.J.
1 comentario:
Nos enfrenta al malvado hábito que se gestó a partir de la era industrial de presionar con fechas de entrega.
A mi ver un autor sólo puede ser libre si vende material terminado, de lo contrario lo tendrán con un mechero encendido bajo la cola.
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