miércoles, 20 de abril de 2011

La última aventura de Fate Jackson

Hola. Mi nombre es Fate Jackson y he de contarles algo. Algo que sin duda pasaría desapercibido en un mundo atestado de noticias impactantes, tsunamis, guerras y genocidios. Visto con perspectiva global, con Internet y la CNN encendida en verdad no es más que una gota de agua salada en el Nilo. Pero yo lo voy a contar. Para que se sepa, para que no quede en el olvido.
Mi nombre, como ya dije antes, es Fate Jackson. Soy detective privado. Tuve un esguince gravísimo y me dieron la baja definitiva por invalidez, quedándome una paguita apañada si bien demasiado tiempo libre para un hombre que aún no está tan mayor como para pasarla mirando las obras en la calle, aparte claro de que ahora con la crisis muy pocas obras hay en proceso, al menos en mi barrio.
Cuando estaba en activo me ocupé de un caso que quedó aparcado y olvidado. Fue en la época en que dejé de fumar. La desaparición de unas doscientas mujeres de mediana edad de diferentes puntos de América: algunas incluso de EEUU, nada menos. Y un par de españolas cuyo rastro se perdía en algún viaje justo a aquel continente, enorme y dejado de la mano de Dios.
Tras meses de investigación colaborando con la Interpol y el FBI, dimos por cerrado el caso. Mujeres jovencísimas y niñas a miles aparecían asesinadas por doquier y las maduritas probablemente se habrían despedido de sus tediosas vidas a la francesa. Eso, más o menos, es lo que pusimos en el informe: nuestra sospecha ante la falta de pruebas, pistas y testimonios personales era que no había caso en realidad. Así que "carpetazo y a otra cosa mariposa".
Sin embargo, dada mi actual condición de desocupado y subvencionado, pensé que podría continuar las pesquisas pues en realidad nunca me quedé en paz con la explicación que dimos al caso y que me dejó un regusto raro y amargoso.
Reuní todos mis ahorros y tras comprobar de nuevo los informes fotocopiados que mi compañero me había facilitado, decidí partir hacia Santiago de Chile adonde parecía que se perdían los rastros de las dos españolas y algunas de las estadounidenses.
En este punto es donde todo se obscurece y se pone difícil. Tocaba investigar, interrogar a los nativos, tomar café en los mismos restaurantes donde ellas debieron estar, pasar la noche en los mismos moteles, sobornar a los recepcionistas que nunca eran los que fueron cuando las mujeres estuvieron allí. Todo ello acaeció como entre brumas, entre el jet lag y el güisqui con el que aderezaba el fortísimo café que en aquellas tierras te dan. Echaba de menos fumar.
Un fracaso tras otro, una conversación infructuosa tras otra, me llevaron a un local de jazz del barrio Bellavista y allí por fin encontré a un empleado o dos que llevaban más de un par de meses en sus puestos; dotados de una excelente memoria y dispuestísimos a hablar y hablar y hablar y hablar. Menudos los chilenos cuando se ponen. Tras enseñarles las fotos de las desaparecidas, uno de ellos, el mayor, me explicó que cada dos o tres meses venía un tipo bajito con acento del Sur que se acodaba en la barra, siempre con un geranio prendido en la chaqueta lo que no dejaba de ser llamativo por rara que sea la clientela de acá. Al cabo, algunas veces, no siempre, aparecía una mina mayorcita y se tomaban unas copas y después se marchaban.
Le pedí la descripción del individuo y también que me aclarase qué quería decir con acento del Sur, que para mí podía ser cualquier cosa. Me explicó el veterano barman que los del Sur como que hablan cantadito al final de las oraciones.
Pregunté aquí y allí: "qué sé yo", --decían--, "de Valdivia pa'bajo así hasta Magallanes".
Seguí hacia el Sur, lo que supe pues cada vez hacía más frío. Con mi retrato robot del tipo en el bolsillo y un principio de úlcera estomacal por lo que allí comía, llegué nada menos que a Punta Arenas. Meses de viaje, de moteles y de pisco con cerveza Austral y carne y más carne, papas y más papas, empanadas y muerte por dieta hipercalórica.
Sentía que estaba en el fin del mundo a mano derecha. La gente allí no era tan parlanchina pero tras mucha encuesta y mucha propina encontré un tipo que reconoció o dijo reconocer al hombre de mi boceto. "Ah, sí, a este lo tengo visto yo --traduzco-- pasa de vez en cuando a hacer recados, comprar cosas para su almacén. Es uno de Natales. Muy tranquilo. Buen hombre". "Las apariencias engañan", dije entredientes, pero él no me atendió.
Ya yo tomé hacia mi último destino en aquel largo viaje del que me había arrepentido como mil veces. El frío de aquellos lares le quita a uno hasta las ganas de protestar. Se pueden imaginar. Lo que me gustó del lugar este, Puerto Natales, fue que, en cuanto entré en el taxi, el taxista me dio noticia de todo, pero absolutamente todito, sobre el tipo, la casa y cuanto puedan figurar. Solitario, tendero. Recibía las visitas normales. Un par de amigos, prostitutas por encargo que él mismo le había servido en su taxi. Poca cosa. Sí que tenía una quinta, con los mejores geranios, las mejores ciruelas, las mejores grosellas. Ahí le tenía admiración al tal Nando, que así, siempre según el taxista, se llamaba el hombre. Yo no dije nada. Solo le di las gracias, le pagué lo que le debia y bajé frente al almacén.
El viento helado me cortó la cara avejentándome de repente 10 años. Me aposté en una esquinilla y esperé, vigilando. Salía y entraba gente de tarde en tarde del almacén pero en unas salió él, embutido en un chaquetón gigantesco, con las manos en los bolsillos. Cruzó hasta donde yo estaba y me saludó suavito, con una voz dulce y un acento cantarín. Yo de todos modos me estremecí y hasta que no vi que pasaba, no pude volver a tomar aire. Como se largaba con pinta de tardar, me armé de valor y entré en la tienda, en la trastienda, crucé la cocina y pasé al backyard. Ni lo pensé: tomé un escardillo que allí había apoyado en una escala y me puse a cavar, a revolver la tierra, a levantar las grosellas sin piedad.
Pasé momentos de mucho miedo, no diré que no. Miedo a equivocarme y que le estuviese destrozando el jardincito a un buen ciudadano, inofensivo y trabajador. Lo tenía todo tan limpio, tan bien ordenado. Pero un golpecito en uno de mis empellones con el escardillo dio en hueso (como se suele decir y nunca más oportuno el dicho). Allí comencé a sacar de todo lo que un cuerpo humano en descomposición avanzada pudiera producir: huesos, huesitos, huesecillos. Manojos de pelo, prendas de vestir hechas jirones. Quise vomitar, aunque antes corrí a buscar a las autoridades del lugar, policías dificilísimos de localizar que al cabo llegaron por decenas. Por fin me pude relajar. Dejar todo en manos de los profesionales de allí, tan solo dedicado a observar ora la dantesca "operación desentierro", ora la larga avenida por donde tendría que aparecer en algún momento el asesino en serie.
Llegaron otros, judiciales creo, que encendieron el ordenador del tipo para investigar más a fondo. Entre millones de descargas ilegales y cientos de páginas porno, en aquel ordenador salido de una película de los años noventa, había un diario donde el buen señor relataba todo con detalle. Los motivos de las muertes eran tan inverosímiles como la propia situación. La una que le había hecho una pregunta tonta, la otra que no conocía a Roberto Arlt (pero ¿quién coño es ese?), la otra que le decía cómo tenía que hacer la mermelada y la otra que le aconsejaba colocar mejor las comas. Hala. Allí las causas de la muerte de tantas mujeres que aunque pesadas y posiblemente insoportables no merecían aquel final.
Volví afuera. A mirar y preguntar a los compañeros, a despedirme y dar cuenta de mi dirección y datos para cualquier cosa que quisieran de mí. Los policías me pusieron al corriente tan campantes, nada parecía sorprender a los americanos jamás. A mí, sin embargo, la sensación de triunfo no me acababa de llegar. Sería el cansancio o aquel olor a corrupción. O quizás que, terminada aquella última aventura, finalizaba también mi viaje, mi misión y tocaba volver al tedio y la rutina, a las revisiones médicas y a las colas del supermercado.
Pensé en el tal Nando. No había dado señales de vida. Listo como seguramente era, habría visto la feria de luces y sirenas de policías, ambulancias y bomberos y habría puesto "pies en polvorosa". Abandonando el almacén y la quinta cuya tierra, removida continuamente, era abonada por los cuerpos de tantas mujeres. Algunas incluso de más de cincuenta años, casi abuelas...
Se me ponen los pelos como escarpias cuando recuerdo las calaveras, tibias y peronés de todas las tallas, de todas las épocas. Nunca olvidaré mi marcha de aquel terrible lugar, los policias hacían su trabajo, los forenses hacían su trabajo y los sepultureros hacían sus cuentas y sus cálculos, mientras una vecina feísima, transtornada por lo acaecido justo al lado de su casa, gritaba como una posesa: "¡Lo sabía. Llevaba años soñando con esto. Lo sabía. Yo lo sabía. Pero nadie me creyó!".
Me alejé encendiendo un cigarrillo, viendo como mi sombra se alargaba por el asfalto helado hacia lo que supuse sería el Este, aunque allí todo está al revés. Decidí no volver a dejar de fumar ni reabrir un caso más en lo que me restase de vida.

2 comentarios:

Pine Apple dijo...

Menos mal que al final fuma. Si no no sería un detective.

Pilar dijo...

Soy una romántica. Además, estar asqueado y retirarse cabizbajo de la escena del crimen le da un toque de originalidad.