domingo, 13 de noviembre de 2011

Ernesto llegó tarde

Amanda Larsen nunca fue persona de dejar cosas atrás. Jamás abandonó a su suerte a un amigo, a un compañero, a un desconocido, a un animalillo. Así, la acumulación de relaciones se iba dejando notar —al menos desde fuera— conforme los años pasaban. Era de carácter sensible y probablemente inseguro. De presencia frágil, de actitud descarada. Heredó una fuerza interior como para arrastrar el mundo entero en una red como el que tira del copo al amanecer en la playa. Conocía recetas, oraciones, remedios pero sobre todo era capaz de volar. Aunque nadie la vio ni tan solo levitar.

Una contradicción dentro de otra. La mujer se iba comprometiendo en tibias y pacientes relaciones que habían empezado como huracanes. Todo al inicio era inevitable, pavoroso, trascendente. Después, el buscarse desesperado de cada día se desgastaba, y se convertía en algo tan obscenamente rutinario y aburrido como el bregar con su propio marido. Y ahí quedaba ese amante, obligación de cada día, cada dos días o cada semana. A la espera de la visita, del paseo, de la llamada o la carta. Contando las mismas anécdotas, los triviales problemas, la revisión médica, las notas de los hijos. Engañado, y quizás engañando; sustituido pero nunca olvidado.

Acumulando queridos cual polígama con amnesia, se marchaban los días; la alegría del nuevo amante mantenía su amor por los demás: contentos y más descansados. Amanda era una persona diferente según las circunstancias: en el café, en la reunión, en la cama, en un hotel, en un coche, bajo una manta de incertidumbre, amor, deseo, confianza, repeticiones. Amarrada a todos por un conjuro de extraña fidelidad. Agotadora lealtad. La religión de cada cual.

Como es normal y a pesar de la magia, los coches se estropean, las deudas se van pagando, la gente envejece o sufre accidentes y los hombres de su vida empezaron a morir cuando se contaban en siete. La viudedad es un estado de la mente, como todo. Pero también, —y eso lo sabe cualquiera—, es un alivio, no digamos cuando se trata de llevar adelante siete vidas ocultadas todas de todas. Ella lloró, fingió un viaje para ocultar su dolor y reapareció como nueva.

Tras comprobar que así vivía mejor, se hizo la promesa de no agrandar la cuota a más de seis hombres que parecía el número cabalístico ideal para mantenerse feliz y no caer enferma. No más de seis, se dijo y repitió. Ni uno más. Seis es el número.

Mas hete aquí que conoció a Ernesto, el que llegó más tarde. Sin estar muy segura, supo con toda certeza que aquel hombre era el único que necesitaba y, de haber llegado antes, no habría encadenado su cuerpo y su alma a tantos otros con los que ya no había más opción que continuar. Ya no podía querer a los demás y después de repetir hasta el agotamiento el nombre de Ernesto, cualquier intimidad era poco menos que incesto.

Aliviada, descubrió que la mayor parte de ellos estaban ya saciados de sobra. Más que nada les unía la amistad y el reconfortante saberse admirado. Solo Martín, padre de sus hijos, y hombre más de acción que de imaginación, insistía en cobrarse el derecho sobre ella en el lecho conyugal. 


Martín era fuerte, saludable, torpe e incansable, combinación que llevó a Amanda a desearle una muerte pronta y accidental. La fuerza de este anhelo se hacía casi tangible en los momentos en que Martín se le metía dentro por más que ella pugnara contra su odio. Y si bien después siempre volvía a la armonía, algo como una sombra se avecinaba; Amanda había sentido algo nuevo e irreversible y la muerte del amante perdido le había mostrado la levedad y la facilidad que representaba la septuagésima parte de la viudedad. Las ideas se enlazaban en su mente como los eslabones de una cadeneta de fiesta, una oscura cadeneta en una fiesta negra.

El desprecio por Martín no fue el único detonante. Un seísmo se presentía en la ruptura de todo lo que consideraba seguro y cierto. Ernesto no la amaba, la deseaba como a otras y no rechazaba cada encuentro sexual, pero nada más. Y para desconcierto de Amanda, cada vez demostraba más falta de interés y amistad. Era evidente que algo se había quebrado en el equilibrio de las cosas.

Amanda consultó a su madre, sus tías, abuelas y bisabuelas. Ninguna estaba contenta. No habría debido amar a Ernesto tras decidir no tener más de seis hombres. Su deseo reclamaba su porción de espacio. Espacio que ella misma había colapsado. Parecía haber olvidado que la vida obedecía a sus anhelos. Había que reponer el estado previo de cosas. O dejaba sitio para Ernesto o dejaba a Ernesto.

Despedidas las parientes, Amanda caminó largamente hacia ninguna parte y desembocó en las oficinas de Luces del Mundo, la agencia publicitaria donde Martín era jefe de seguridad. Se abrió paso hasta el piso diez, entró en la sala de café donde estaba Martín con sus compañeros violando la prohibición de fumar en el interior del edificio, se le acercó y, con una sonrisa en los labios tan dulce que Martín ni se movió, susurró a su oído una única frase. Frase que no repetiré. Frase que Martín no entendió.

Volvió a casa, tomó un baño, una siesta, llamó a uno de sus amantes y dejó que le hiciera el amor en un modo nuevo y sin apenas amor.

Esperó. Cuando el teléfono sonó, ella ya vestía de negro. 

4 comentarios:

Anónimo dijo...

es casi siniestro. intrigante.

Paloma Hidalgo dijo...

Una buena dosis de tensión, de suspense, de traiciones y deseo amalgamados con maestría.

Saludos

omar enletrasarte dijo...

misterioso y entretenido,
saludos

Pilar dijo...

Abrazos a los tres.