sábado, 18 de septiembre de 2010

De lo que ocurrió a A. B. Dwffierttt (I)

El pobre extraterrestre se sentía incomprendido. Todos le reprochaban agriamente que, después de tantos años, no hablase correctamente el idioma, pero ¡es que esos sonidos dentales y labiales eran tan duros de pronunciar para un ente cuya lengua materna era principalmente gutural! Habría que verlos a ellos. En fin, mejor no calentarse... Lo que más le dolía era lo que no le decían en la cara. Sabía que le censuraban muchos comportamientos, se lo leía en la expresión cuando le miraban de lejos, porque, otra cosa no, pero su vista era muchísimo mejor que la de aquellos terrícolas miopes. Si casi había aprendido a andar sobre sus cuartos traseros, con el consecuente deterioro de su zona lumbar que no estaba hecha para aquella postura increíblemente forzada para tan solo parecer (de lejos) uno más de ellos y ¿lo habían valorado? No. Únicamente se fijaban en lo que no hacía bien (según ellos), pero él no tenía la culpa de tener una voz tan aguda y de hablar tan alto que a veces hacía vibrar todas las ventanas del bloque y cómo podía evitar dejar un rastro viscoso a su paso al segregar una especie de retículo endoplasmático cuya noble utilidad -la síntesis proteica- debería ser venerada y no tachada simplonamente como babas, mocos, asquerosidad y/o denominaciones similares. Era un cúmulo de decepciones. Algunas veces se le oía protestar por el hueco del ascensor: "Un día de estos me lío la manta a la cabeza y no me veis más", pero nunca reunía el valor para solicitar a las autoridades el reingreso en el Programa Espacial y la subvención para su viaje de vuelta a la Galaxia de Andrómeda (odiaba que la llamasen M-33). 
Sin embargo, en los últimos tiempos había acumulado mucho rencor hacia los nuevos vecinos y sus vástagos: unos angelitos de doce, diez y ocho años. La última broma había sido una llamadita a una empresa de fumigación que trató con un nocivo plaguicida arsenical todo su apartamento, puesto que alguien había denunciado la presencia de un  alienígena altamente peligroso y, a lo que parece, se había (nunca se supo cómo) probado documentalmente que el ente -él, vaya- era portador de un sinfín de enfermedades, entre ellas la peste bubónica y la malaria. Decir la gota que colma el vaso es decir poco. Así que, ya cansado de convivir con la xenofobia mansamente, decidió comenzar los trámites para su regreso a Andrómeda. A la mañana siguiente, tras recuperarse de la intoxicación, fue a la Oficina General de Permisos donde tuvo que esperar cuatro horas para que una joven terrícola nada amable le diese un formulario de 500 páginas y le remitiese a la Institución Clínica Gubernamental para que pasase las habituales pruebas psicológicas, además de un riguroso chequeo que probase que su cuerpo soportaría los dos mil días de viaje espacial, sin gravedad (y sin plato de ducha).
Tras dos semanas de pruebas médicas y hasta el cuello de papeles, recibió el visto bueno de la Asociación Intergaláctica de Psicología y pudo continuar gestionando su solicitud. Se dirigió a la Oficina Alienígena del Padrón  y reclamó su certificado de nacimiento (en Andrómeda), de empadronamiento (en la Tierra) y la certificación de Vida Laboral y de Antecedentes Penales. Siempre con los dedos cruzados para que la red informática confirmase efectivamente su existencia, su nacimiento, sus veinte años en una empresa de telefonía móvil, así como su condición de ciudadano forastero mas sin mácula en ningún aspecto de su vida, lo que se probaría en los numerosísimos expedientes que a él se referían. Le había adelantado que aquel trámite burocrático era complejo y solía tardar sobre un mes o mes y medio (con suerte), por lo que decidió ser paciente y aprovechar este lapso para preparar concienzudamente el largo trayecto. Calculó que el equipaje que le dejaban embarcar  no daría para llevarse consigo ni un tercio de sus pertenencias así que valoró dejar sus libros y discos a la Biblioteca Pública y sus muebles a la beneficiencia. Se llevaría bien empaquetada la ropa de invierno ya que en su lugar natal las temperaturas eran inclementes, como si dijéramos árticas, mientras que las prendas más ligeras las dejaría en el armario para que su casero hiciera con ellas lo que tuviera a bien. No conocía a nadie tan profundamente, ni tenía un amigo tan íntimo como para regalarle ninguna de sus cosas, ni confiarle la decisión de qué hacer con ellas... Esta reflexión, sin embargo, no disgustaba en absoluto a Asttrud, que así se llamaba el desgraciado protagonista de este relato. Quiero aclarar que esta falta de sentimentalismo y su indiferencia hacia vínculos afectivos y solidarios no se debía a un defecto de su carácter, como solían pensar sus conocidos, sino que era un comportamiento normal de su raza y propio de los nacidos en sus mismas coordenadas astronómicas. La falta de interés de las personas por comprender el origen y la idiosincrasia de aquel E.T. fue tan contundente que, pasados veinte años, seguían pensando que Asttrud era un individuo asocial (o, como se decía en su barrio, un búho). A resultas de lo cual se había generado una inquina manifiesta que motivó los sucesos antes relatados y que provocó todos los hechos que estoy describiendo. Todo podríamos decir como un malentendido, pero causado por un vicio muy feo, bueno dos, de los humanos terráqueos: la maledicencia (hobby global) y la ignorancia.

Pasados tan solo tres meses y medio de burocracia (108 días, para que se hagan una idea: 108 días de llamadas telefónicas, sellos de correos y vuelvaustedmañanas; 108 días de murmullos y vecinos que no saludan), Asttrud recibió una llamada del Ministerio de Asuntos Extraterrestres. Embarcaría el 3 de marzo rumbo a M-33, a las 07:00 a.m.: "No llegue tarde o nos iremos sin usted".

A las 6:45 estaba en el puerto de embarque intergaláctico con su maletín de cinco quilos justito (que por eso no fuera) y su abrigo de pelo de camello en la mano. Poco a poco, el lugar se fue llenando de seres extraños y familiares, entes tan diferentes como él, que reptaban, pringaban, sacudían la cola o echaban fuego al estornudar. La nave, al fondo, lucía enorme y brillante; desde ella, se acercó un bello muchacho uniformado que llevaba un papel en la mano y llegado a su altura comenzó a leer. Era la lista del pasaje. Como en la puerta del ambulatorio de la Seguridad Social, el soldadito fue llamando uno por uno a los alienígenas que por su voluntad o por la de otros habrían de dejar la Tierra aquella prometedora mañana primaveral. Por fin, su nombre fue mal pronunciado y él dio un paso adelante y después otro y, siguiendo la estela goteante del individuo que iba delante de él, penetró en la nao lleno de miedo y esperanza. En la puerta una mujer mayor, de unos cuarenta años, también uniformada les dio la bienvenida al modo de las azafatas de Air France, i.e., de modo muy antipático y solemne. Asttrud nervioso dijo: "No tolero la verdura cruda y bajo ningún concepto puedo comer espinacas" y apenas lo dijo se arrepintió. Sorprendentemente, la mujer reaccionó muy rápido y le escupió una ininteligible amonestación en un modo de hablar que perfectamente podía haber sido francés. La cosa quedó ahí y el pobre ser entró con la cabeza gacha y decidido a no abrir la boca más hasta llegar a su planeta.

Aquí podría quedar este cuento y no sería extraño dejar a Asttrud a bordo, rumbo a su destino que presumiblemente alcanzaría tras los dos mil cinco días de viaje. Pero no. No acabará ahora la relación de los hechos que sucedieron y cuyo interés me ocupa. Desde luego, no es mi intención profundizar en lo acaecido cada día en la nave espacial, en la rutina del alimentarse y dormir y rascarse y, en puntuales casos, asearse. Pero hay un asunto del que deseo dar noticia a continuación, pues creo de suma importancia que lo que ocurrió a bordo de la Bounty II el 4 de septiembre de 2666 quede por escrito.

*
Para Asttrud, el no conversar con los demás aliens ni, huelga decir, con la tripulación no ayudaba a aligerar el paso del tiempo que, por lo demás, es lo único idéntico para todos los seres del Universo, a pesar de no existir o ser una realidad relativa o lo que quieran ustedes. El tiempo se dilataba espectacularmente y, hacia el día 16 de viaje, nuestro amigo decidió andar, mejor dicho, flotar un rato por el navío que era grande y así distraerse. Fue entonces, en ese paseo para matar el tiempo, cuando oyó la terrible conversación y se arrepintió de su juramento de no decir palabra en todo el trayecto...
Había entrado casualmente en la bodega Alfa, donde pudo comprobar cómo se almacenaban algunos alimentos sólidos que se destinaban a la mesa del almirante en cuya dieta obligatoriamente deben incluirse productos frescos y determinadas cantidades de queso, fruta y verdura, carne y pescado, bollería fina y dulces de leche, además de café. Se encontraba Asttrud acordándose de la madre del capitán y de las del segundo y tercero de abordo, y valorando seriamente entrar a saco y ponerse morado de chocolates y beberse todo el café que pudiera, cuando escuchó unas voces masculinas y maduras, de tono intrigante y misterioso que le obligaron a agudizar el oído para comprobar que se trataba del capitán y otro oficial al que no reconoció. Parecía que se ponían al día en algún asunto de máxima importancia. El capitán explicaba al otro tipo que tenían instrucciones secretas sobre cómo obrar en esta misión.
Por lo visto, era carísimo llegar hasta la Galaxia de Andrómeda y, además, ninguno de los pasajeros era relevante en ningún sentido por lo que, encima, nadie ponía un ochavo en tan costosísimo trayecto que, por añadidura, únicamente se haría para llevar a aquellos parias a sus planetas. El oficial inferior asentía o consentía con lo que el superior iba diciendo que no dejaba de ser verdad. Pero, aun así, Asttrud presintió un grave desenlace para su periplo. Siguió escuchando y el capitán siguió platicando: Las órdenes le habían sido dadas en completo secreto. Se requería la máxima discreción, se podía ya él hacer una idea de por qué. Y lo que debían hacer era difícil siendo ellos (la tripulación) veinticinco, incluido el cocinero, el piloto y el mecánico de la aeronave, y los otros (los alienígenas) ciento treinta y dos, si bien muchos no tenían extremidades para golpearles y otros se encontraban en hibernación. Habían de ser muy cautelosos. Se trataba de una cuestión de sentido común: "Nunca llegaremos a M-33 y no podemos regresar a la Tierra con los desterrados, porque la misma palabra lo está diciendo".
Asttrud estaba helado, el ectoplasma se había solidificado bajo su piel y se sentía pesado. Temió que si necesitaba correr, su cuerpo no respondería. Pero no hizo falta. Los hombres ya se marchaban hacia el otro lado del pasillo dejándolo atrás. Lo malo era que ya no podía oírlos y la parte crucial de su malvado plan o, si se ve desde el punto de vista de las autoridades de la nave, de su misión le quedó ignota (sin descubrir).
El problema que se le había presentado era descomunal y no sabía como afrontarlo. Para más inri, no poder hablar con los demás era, de verdad, un inconveniente intolerable. Aquella noche, Asttrud cenó con apetito y durmió como un bebé pues los de Andrómeda pueden abstraerse de los problemas para cubrir sus necesidades fisiológicas. No obstante, su instinto de supervivencia le hacía temer por su vida y su sexto sentido le decía que aquello era una encerrona y que no lo iban a contar.

2 comentarios:

Torcuato dijo...

Va bien este relato de xenofobia galáctica. Veremos el desenlace.
Un abrazo.

Alruin dijo...

Todo va bien, C.

Como siempre en la narrativa fluiiiido, fluido. Da gusto leerlo :I) Y me encanta el personaje: baboso, con más patas que manos o vete tu a saber y malo no por decisión propia. No te lo cargues plis, seguro que da mucho juego xD