sábado, 11 de junio de 2011

La mitología del barro

Cuando Dios era niño no sabía que estaba solo. Había rocas y arena; y tras unas lluvias torrenciales, debidas a su propia pena, surgió el barro. Como era niño, el Señor supo qué hacer. El barro sirvió de entretenimiento. Tenía tanto tiempo el chiquillo. Aunque estaba oscuro. Tuvo lo primero la idea de hacer una figurita con una forma a él semejante. Un él más alto y espigado. Un él elegante. De esos hizo varios, hasta que se aburrió. Pensó con los miles de muñecos formar una reunión con algún motivo. Los motivos. Le eran desconocidos pero, como niño, inventó juegos. Los reunió en clanes: los más parecidos se enfrentaban a los de otras familias. Así pasaron millones de años. Se aburrió. Todos parecían iguales y en las contiendas no se distinguían. A veces enfrentaba a los de una misma familia, lo que aun sin saber nada de nada le parecía cosa pecaminosa. Volvió al barro y retomó la escultura de múltiples figuras. Imaginó que si los hombres estuvieran menos desocupados él también encontraría un juego nuevo. Hizo figuras con variantes que pronto le parecieron más interesantes. Las dotó de grandes senos, de curvas nuevas, las imaginó engendrando. Le pareció fascinante, las dotó del poder de dar vida, de la paciencia, del amor, del honor, de la vergüenza y la culpa.
Después, volvió la tristeza. La conciencia de la soledad le sobrevino de sorpresa. Un día: mirando todos aquellos trozos de barro seco, iguales, semejantes, acompañados en su guerrear, en su fornicar, en su parir con dolor.
Diseñó, ya algo menos joven, montañas, ríos y abismos infinitos. Infinitos no para él, para ellos. Imaginó bestias y enormes vegetales. Les hizo castillos sin lógica, les dotó de camas, armarios, sombreros. Inventó intrigas, se divirtió imaginando los celos. La causa del animal fue su alimento, su montura, su entretenimiento. Pasaron tantísimos millones de años que quizás debiera hablar de trillones y trillones de milenios. Y puede que me quedase corta. Dios, para entonces, era ya un muchachuelo. Desarrollaba su imaginación y pagaba también su frustración con aquellos muñecos. Se distrajo en colorear su juego, marionetas, vidas, mares y océanos. Se hizo la luz pues sin ella no hay color, como todos sabemos. Y sin comerlo ni beberlo, ya había dado vida al suelo. Hizo el sol y tanto le gustó que hizo montones de ellos. Más grandes, más jóvenes, moribundos, gemelos. Le molestó el silencio e hizo los grillos; le salieron espinillas y fabricó los mosquitos. Se contó para ellos un cuento, un cuento que se iba haciendo.
Todo le ayudaba a pasar el tiempo. Porque eso era lo único que no controlaba Dios, el dichoso tiempo, el lento pasar del tiempo. No era consciente el desdichado de que igual que el infinito no es verdad, tampoco lo es la inmortalidad y el tiempo aunque lento, aunque irregular y para él cuasi eterno, se le impondría para mal. Solo cuando fue muy viejo, muy, muy viejo, se percató de su mortalidad. Entonces ya no seguía creando figurillas, colores y escenarios para jugar; ya hacía mucho que, adulto, cansado y cínico, dejó a los muñecos con, por decir de algún modo, libertad, a su albedrío. Y él solo se dedicaba a mirar fascinado, como alguno delante del televisor, fascinado, atento, perdiendo el tiempo.
Así se hizo viejo. Muy viejo. Ya dormía más que estaba despierto. Asistía al formidable desastre que sus criaturas habían logrado con las pocas herramientas de las que les había dotado. Pero caía rendido de nuevo, agotado. Entre brumas, como en sueños, supo que su obra de infancia y juventud llegaría a su fin, tarde o temprano y no porque él muriese. Se dio cuenta, anciano, de que era inevitable el fin del mundo que él había inventado. Sintió al mismo tiempo pena y curiosidad. Cierto morbo. Y una frustración colosal al ser consciente de que él ya no presenciaría el fin de su propio cuento.

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