domingo, 12 de junio de 2011

el mundo acabará cuando lo diga yo

Mi nombre poco importa. Soy guionista de telediarios, noticieros y artículos de prensa. No me falta el trabajo. Y he de decir que a pesar de los rumores que corren, aparte de unas minúsculas directrices, tengo absoluta libertad.
De joven quise ser poeta. Bueno, se puede decir que lo fui. Porque ¿qué es un poeta? Alguien que hace poesía, alguien que escribe en verso, alguien que canta a la vida, alguien que hace malabares con las palabras, alguien capaz de emocionar a otros con un par de estrofas. Un hombre que llega al corazón de otro hombre con solo su escritura. Bueno, algunas de esas cosas fui yo. Algún poema escribí. No escribía más porque tenía que ir a la pescadería de buena mañana y acababa tardísimo. Trabajar para comer y pagar el alquiler, comprar flores y bombones a las más duras de pelar. Que algunas no se conforman con una sextilla, un soneto, una elegía. Y, bueno, lo de siempre, escribía robando horas al sueño y eso cuando no tenía novia en casa.
Ahora, gracias a Dios, y a la intervención angelical de una de mis amigas, tengo mis dotes de escritor mejor acreditadas y muchísimo mejor remuneradas. Yo ni siquiera sabía que necesitaban guionistas en la redacción de una cadena de televisión, cuando Elsa me lo contó.
En aquellos años, Elsa nadaba entre dos mares, que yo supiera; uno, el oficial, su prometido dueño fundador de la cadena televisiva en cuestión; el otro, yo mismo, mi propio mentor, el amante de Elsa, de Alicia, de Leonor. Asistente de pescadería, poeta en ciernes y, si se terciaba, actor porno, falsificador, escritor de correspondencia de amor, jugador de póquer, sexador de pollos, hijo de Aurorita y Javier, boxeador aficionado peso medio o semi-pesado (dependiendo de lo que comiera).
Ahí estaba yo, con un currículum de cuatrocientas páginas redactadas del tirón la noche anterior mientras me soplaba todas las cervezas que la Elsita me había traído de su casa. Me lo tomé a cachondeo, eso es la verdad. Aparecí tarde, mal vestido, con los ojos rojos, un aliento de perros, y una resaca que me impedía responder la mayoría de las cuestiones. El trabajo fue mío. Así. Como todo en esta vida. Como absolutamente todo en este mundo. Todo en este sucio e inmundo planeta es para quien apuesta al cero (¡cómo se nota que soy poeta!).
Yo obtuve un chollo de trabajo, que me da bastante dinero, respetabilidad, y me divierte. ¿Qué? ¿Jode, verdad? Pues os fastidiáis. Lo que venía a decir es que últimamente me he liado un pelín con los guiones del noticiero de las tres. A las dramáticas falsas muertes por una bacteria misteriosa venida de África, probablemente a causa de las acelgas marroquíes, les ha faltado realismo, patetismo, sufrimiento humano. Es cosa de la redacción. No estaba bien expresado ni daba miedo ni nada. Después tampoco estuvo bien repetirme en lo del volcán. La primera vez, todos hablando del colapso aéreo por las gigantescas masas de ceniza. Que también hay que ver la gente lo fantasma que es. Ni un retraso en un vuelo, ni una cancelación, nada. Lo que dijera yo a través del pelele del locutor da igual, nunca hubo problemas. Pues todos tenían algo que contar. Qué regocijo, amigo, cuando acodado en la barra del bar de la esquina oía a un par de parroquianos contando sus anécdotas y reclamando como leones por los móviles a las compañías de seguro. Fue homérico. Pero ahora... es que nunca debí repetirlo. He ensombrecido aquel dichoso momento y todo por un ataque de pereza y una falta de inspiración que no sé de dónde salió.
Y aquí llevo seis horas seguidas, sentado delante del ordenador, pensando y tomando Red Bull, a ver si se me viene alguna idea nueva. Nada de más nietos de la familia real, hijas góticas de presidentes, explosiones de bombonas de gas, acampadas de drogatas, inundaciones varias, bestsellers plagiarios,... Estoy jodido. Es que no se me ocurre nada.
Para dejar a la gente patidifusa y bloqueada delante del televisor, haría ya falta un pequeño fin del mundo. Un meteorito del tamaño de la isla de Perejil cambiando –quién sabe por qué razón (buscaré en Google)– continuamente su rumbo y por lo tanto impredecible saber dónde se va a estampar. Todos acojonados. Eso daría para días y días. Gente vaciando supermercados –¿por qué dará tanta a hambre a la gente ver que se acerca el fin del mundo?– pegando a sus vecinos, líos y disturbios, quién sabe si por el estrés o porque ya a falta de otro juicio, se ajustan las cuentas con prisas y desesperación. Al final, habría que decidir en qué Océano va a caer el meteorito que bautizaré Catártica69, en honor a Elsita y las cosas que me hacía en el ascensor. Probablemente interese que sea en el Pacífico, para no jorobarnos el turismo de la Costa del Sol. Las repercusiones geológicas darán para mes o mes y medio y ya entre el maremoto, las olas gigantescas tragándose islas y a algún ballenero japonés, y la extinción definitiva de osos polares, horcas asesinas, pulpos gigantes o milodones, culminaría con las protestas a Dios de los de Greenpeace. Redondo. Esto ya está. Ahora, al bar.

4 comentarios:

Sucede dijo...

Pese a que sea ficción, hay mucha verdad detrás... A mi lo único que me dejaría patidifuso e incrédulo sería escuchar que el mundo entero se ha hermanado y vive en paz... pero esto sería ficción y de la mala...
Abrazos!!

Pilar dijo...

Abrazos y gracias por pasar, Sucede.

Riforfo Rex dijo...

Qué guapo. Me encanta la tú que eres en estos textos.

Anónimo dijo...

Siempre supe que había un pendejete decidiendo las noticias, pero no creí que decidiéndolas del todo.

Me gustó, saludos.