martes, 25 de octubre de 2022

Pom, pom, pom

Oigo golpecitos desde arriba, donde estoy. Pienso que me van a pillar haciendo algo que no debo hacer. Despierto de un sueño donde estamos tú y yo en una balsa salvavidas con plazas para treinta, pero estamos solos. Tú y yo. Llevamos lo que parece un año, pero seguramente no llega a una semana. El sol durante el día me abrasa y la noche es húmeda y helada. Hemos naufragado. Estamos en mitad de la nada azul y pacífica, preciosos abrazos, puestas de sol, amaneceres. Dormir poco, comer menos. Tenemos garrafas de ron y de agua, pero el ron pide agua y el agua dulce va a menos. Aprendemos a pescar, a contarnos historias, a engañarnos aún más, a pasar el tiempo en silencio. Ambos con miedo. Ambos con deseo. Por fin, dormito; pom, despierto. ¿Has oido eso? ¿Qué? Alguien golpea en la puerta. Qué puerta, no hay puertas. Ah. Habrá sido un sueño. Ven aquí, bonita, -como dices bonita a todas-. Todo esto es natural: tú eres natural; yo soy natural, el naufragio ha sido una suerte y es (¡todos juntos!) natural. Claro.
Él
Siento, entre sus brazos, que no tengo miedo, ni sed, ni hambre, ni, más que nada, y de nuevo, miedo. Es natural. Lo amo. De eso también se vive, me digo. Pasan meses, o quizás horas, cada vez menos agua, más necesidad de comida, suerte de que el mar está calmo y no se atisba tormenta que nos haga despedirnos precipitadamente. Otro año, u otras horas. Despertamos, hambrientos, muertos de miedo y aburridos. Empezamos a contar cuentos, historias, verdades y mentiras. A amarnos en conflicto. A vernos como comida. A desaparecer poco a poco en una niebla que no es real, pero que nuestras mentes imitan. Vemos, veo, un oasis tembloroso a barlovento. Es otra mentira. Me calman sus brazos, su voz, sus historias de viajes, de otras vidas vividas, de caracolas del pleistoceno traídas de desiertos visitados con el amor de su vida. Vida, vida, vida. Estoy repitiendo mucho la palabra vida, porque me falta justo eso. Yo también, cuando lo veo desfallecer por no beber agua a mi favor y solo dar tragos al ron, le cuento mil historias, algunas inventadas y otras no. Las más para salvaguardar mi escaso margen de ser yo; otras, que se me van ocurriendo con el delirio de la insolación. Y llega el día cero de la cuenta atrás que tenemos. Y me dice que estoy diferente. Y yo sé que estoy diferente. No me importa ya un carajo parecer, así que soy yo.
Tú y yo
Me abrazas, a pesar de que sabes de mi dolor (tanto sol). Me abrazas como si me acabases de encontrar, como si no hubiesen sido miles de días a la deriva en el mar, como si no fuésemos a morir. Me dices que por fin se acabaron los secretos. Y es verdad. Yo ya no finjo: no tengo fuerzas. Tú ya te fías: no tienes tiempo. Se acaba el agua, la comida, empiezan los misterios. Nos morimos, sentimos cómo nos morimos, vamos a aguantar otro día y otra noche juntos en este bote salvavidas para 30 personas con las piernas abrasadas por el sol, la boca llena de llagas, el alma atormentada, la desconfianza apagada y llenos de ternura y amor. Morimos. Morimos de verdad, y -putada gorda- minutos después al fondo un barco de vapor. Nos llevan entre sábanas. Navegamos, cadáveres, de vuelta. Nos hacen enterrar en una tumba sin nombres juntos a los dos en dios solo sabe qué lugar.
Para Juan Carlos, al que los gusanos devoraron tras de dar buena cuenta de mí, porque yo estoy -estaba- más rica. Siento haberte matado tantas veces en cuentos.

No hay comentarios: