domingo, 30 de octubre de 2011

El arquitecto y el inmortal

Ponerse a salvo del viento...


Decía algo sobre ladrillos primero; algo sobre amasar, sobre el adobe, sobre lo grande o pequeño, lo ligero o lo prensado o lo hueco o lo intenso; la verdad es que no lo entendía pero asentí con la cabeza todo el tiempo. "Así que la fisonomía del ladrillo". "Eso es". "Ya veo". Los ladrillos no tienen que ser simétricos por todos los lados del edificio. Y ya no decir si hablamos de un conjunto arquitectónico complejo. O de planificar una entera ciudad desde cero. Con cierta habilidad dialéctica explicó que igual podía planear una casita que un bloque de apartamentos que una ciudad medieval que una catedral que una entera ciudad del futuro que un país que una variedad de países que un mundo entero. Lo primero eran los ladrillos. Yo que me había perdido hacía rato en la anómala construcción de las frases y en las manchas grasientas de los cristales de las gafas del Arquitecto, dije:
-Y los árboles y las carreteras y el paisaje natural que hay entre un edificio y el siguiente, ¿cómo lo planificas solo con ladrillos?; no puedes calcular la distancia entre los árboles, el natural curso del río, la orilla que se acerca y se aleja. ¿Los apartas del diseño de tu mundo, a estos matices ineludibles gigantescos?, ¿no los tienes en cuenta? Se te impondrán, en un momento u otro, las olas, las cuevas y las pendientes, los cambios en el clima, la escasez de leña para la chimenea, el sol ardiente, el capricho de la naturaleza.
Me miró con lástima: "el ladrillo es una metáfora, joven amigo". No quise discutir. Un ladrillo es una pieza del mundo que queremos construir. Un átomo, que es componente esencial pero mundo en sí mismo. Están los que solo hacen ladrillos aislados, sin saberlo, toda su vida y los que construyen perfectísimos ladrillos que después no saben unir. El arquitecto de verdad debe tener un plan. Un boceto. Debe haber dibujado el lugar, el momento, el paso del tiempo, el rostro de los habitantes; debe haber pensado en qué habitación va a dormir ella y en qué habitación va a dormir él, en su orientación, en cuánto sol recibirá y si esto afectará a su ánimo. Podría crear un mundo entero, que incluye a sus criaturas, claro que sí.
En aquel punto he de decir no sin cierto reparo que me interesó más la mujer del Arquitecto que el Arquitecto mismo y su plan divino y creador. Ella ocupaba un gran espacio en aquella terraza entrando y saliendo con café, con coñac, con una regadera para refrescar las flores del anómalo calor de aquella tarde. Me turbaba con su presencia y su caminar lento y frágil y su no mirarme y su silueta tan escasa y pequeña. Antes, durante el almuerzo, había hablado algo del atentado que presencié. Aquella mujer, como todas las que los hombres creen conocer, sufría profundamente por el dolor ajeno. Era Venus desgarrada que yo quería poseer. La historia de siempre. No saber cómo era ella. Aurora, Afrodita. Hecha para nuestro mal. Seres menores, creados para el juego. A nuestro servicio. Debajo. La necesidad de la sumisión de Ella. Medusa antes de la violación. Inquietante. Por qué les otorgarían los dioses algún poder sobre nosotros. Para qué esa criatura ahí. Su cuerpo, esa ternura, cierta fuerza en su romperse. Después de tantos siglos, aún misterio. Qué quieren, qué buscan, qué más pueden desear; más que darnos vida y alimentarnos y calentarnos y descansarnos y satisfacernos. Qué más que estar en el mundo y alumbrarnos. Algo había cambiado y nada había cambiado. La mujer del Arquitecto sabía perfectamente que yo la deseaba y tan solo eso la conmovía. Víctima de su inseguridad y su miedo y -porque así se las hizo- abocada a ceder. No necesitaba comprenderla para saber que tan pronto como el Arquitecto se marchase, ella estaría disponible para mí.
Desaparecido el hombre, Aurora me aclaró que todo ese discurso se refería a la arquitectura de la novela que estaba escribiendo. Ya lo sabía, pero no quise contrariarla en su necesidad de explicarlo. La siesta de él fue, cómo no, el mejor momento de mi visita. Nos dirigimos a la sala de lectura y le acaricié el rostro con cuidado y cautela. Como si la conociera desde siempre, la guie en lo que yo quería hacer y que ella hiciera. Todo tan fácil. Así, el sentármela encima, el ir desnudándola, el besarle los pechos la cabeza hacia atrás entre suspiros. Así, el echarla en el sofá y dejar que me desvistiera, que me besara y me atrajese después a ella. Así, el entrar tierno y brusco al mismo tiempo: suave hacer el amor a la mujer casada henchida en deseo y culpa. Sus labios calientes sabiendo a mi sexo, trémulos y extenuados, me besaron olvidados de las promesas que un día dieron a otro hombre. Su naturaleza desatada y desvalida ante mi naturaleza clarividente y satisfecha. Nada había cambiado.



Tras cerrar la puerta y despedir al invitado, Aurora se sintio como Mina tras haber besado cientos de ratas.