jueves, 9 de febrero de 2012

J. R. y la isla de Cozumel

Hace algunos años conocí en Málaga a un tipo llamado El J.R. del que no sabría decir si es mexicano o sevillano, y no pongan esa cara que solo tengo un B1 de español y aunque entiendo más que bien lo que me interesa no consigo detectar las diferencias y variaciones diatópicas de los dialectos meridionales. ¡Que un B1 no da para tanto!

Mi nombre es Nadja, aunque soy polaca: se ve que mis padres tenían claro algunos gustos que ya en esa etapa estaban no tan bien vistos en nuestra patria. Muy pronto, a mis tiernos y altísimos 17 años, emprendí una estancia "indefinida" para aprender español, idioma muy demandado. Elegí para ello un lugar que todos recomendaban: playa, historia, museos, muchos bares y famoso ambiente estudiantil europeo (no intelectual del todo). Animada por un par de Erasmus recién regresados, me decanté por ese destino y allí acudí con mi metro ochenta, mi rubia melena, mi piel tersa y mi tipo eslavo sin parangón, a buscar aventuras. Sé que esto no tiene relevancia ni viene a cuento para contar la historia del J.R. pero quién se resiste a dejar clara su superioridad racial. Mi encanto además tenía que ver con una risa fácil y algo idiota de dientes naturales, perfectos y más blancos que el propio color blanco. 
Todos pensaban que yo era rusa y al principio me costaba explicar que no, que venía de Katowice y había estudiado en Cracovia. Y que ambos lugares estaban en Polonia. Sí, un país. Sí, europeo. Sí, estoy buena. No, no todas allí, pero casi. 
Al comienzo de mi estancia en Málaga no entendía a nadie excepto a mi excepcional y preciosa profesora de español. Una morena con ojos como almendras, muy nerviosa, piel tostada y un lunar que me hizo dudar de mi heterosexualidad y mis indefinidas aún preferencias eróticas. Además de que en el caso de las mujeres -no polacas, sino más bien todas las demás- el supuesto de un digamos tocamiento con otra mujer no es algo que nos repugne en principio. Bueno, esto daría para otra historia pero no es lo que quería yo contar. Qué manera de irme por las ramas, dirán. Pues me da igual, mientras no me lo digan a la cara. Que sé cómo van las cosas por aquí y haga lo que haga van a chismorrear. 

Volviendo a mi experiencia en Málaga y mi casual conocimiento del J.R., Jorge Ramón Aguilar Aguilar, que ahora habita en México, y con el que he tenido recientes contactos por el Skype, ocurrió en Pedregalejo. Tras unas semanas intensas en Málaga y haber visitado numerosos lugares de la geografía andaluza, todos preciosos, dignos de las fotos más espectaculares y destacadas en la guía Michelín, estaba yo en Pedregalejo, en un local de esos con zona de terracita y parte de pub oscuro y con música, donde me meneaba como loca en la pista dando vueltas algo ebria mientras mi falda se levantaba para regocijo general. Entonces se me acercó un tipo con un cutis muy deficiente, una estatura ridícula y un aliento repugnante. Me hice la checa, o la sueca como dicen en España. No comprender; estoy con mi novio; ruso; mafia. El tipo con más cara que espalda habló de manera tan convincente que me dejó intrigada, indefensa e interesada. Vino a decir algo así: No se te entiende ni torta, rubia. Y no necesitas un novio ruso mafioso, necesitas algo de coca para seguir dando vueltas y la necesitas gratis. Además para cuando acabes, quizás quieras que te acompañe y te lleve en un coche de puta madre que tengo ahí en la misma puerta, mal aparcado porque me la suda la poli, la grúa y las multas. 
La labia del J.R. era una cosa asombrosa aunque siempre cabe la posibilidad de que mi poco nivel de español me hiciera sobrestimar su capacidad retórica. Además iba ciega perdida. Lo que pasó después está borroso. Para grandísimo disgusto y sofocón de mis "padres" españoles y un poco menos de los polacos, desaparecí un par de meses en un viaje que no pasó de Marbella, entre hoteles de lujo, spas y rayas de coca, vestidos nuevos, y un sinfín de delicadezas que, exceptuando acostarse con J.R., eran indeclinables. Yo no era mala chica, así que, preocupada por mis padres, cada día me quería marchar, y cada día un nuevo agasajo me era concedido. En aquel entonces he de reconocer que era algo caprichosa e inconsciente y cedía a lo superficial con gran facilidad. Por otra parte, el resto me traía sin cuidado: que se me grabara en escenas de sexo grupal no me importaba lo más mínimo pues ya para entonces andaba tan harta de la poca maña de J.R. en estas materias que cualquier estímulo carnal se anteponía a un eventual impulso racional.
Al cabo de un tiempo que no sabría yo determinar, cogí no sé bien qué enfermedad venérea que obligó a internarme en un hospital privado, lujoso y discretísimo, siempre por gentileza de Jorge. Allí pasé cosa de un mes, y a mi regreso todo había cambiado. Me recogió J.R. como un caballero. Aun más demacrado, descolorido, más bajito, más profundos los cráteres del rostro, me dijo que me devolvía a Pedregalejo. Que para mí sería lo mejor desvincularme de él y de los delitos que se le imputaban. Por lo visto, comerciar con cocaína y otras sustancias no estaba bien visto en aquel país; tampoco la iniciativa de subir grabaciones porno en la World Wide Web a un módico precio. Y más: le achacaban un centenar de otras cosas malas: trata de blancas, que todavía no sé qué es; robo; extorsión; multas de aparcamiento; acoso a un chileno por Internet... la cosa no acababa. Pobre J.R.
Llegados a la casa de Pedregalejo, donde me hospedaba, bajé del Audi 8, J.R. salió disparado y yo me encontré ante unos malagueños muy decepcionados y un montón de policías que me interrogaban. 
Como tengo cierta inteligencia, no dije una palabra. En polaco, respondía que no sabía qué problema había, que no recordaba nada y que solo fui a una excursión con unos amigos. Pronto estaba en la Comisaria, sentada frente a un cordial intérprete de nuestra maravillosa lengua, que no me sacó más de lo ya dicho y desistió.
Menor como era, reclamaron a mis padres (los de verdad) que se hicieran cargo de mí con la sugerencia de no dejarme volver al cálido país del que al parecer se me expulsaba. Pude finalmente hablar con mi padre, Joseph, que me dijo de modo muy arisco que en llegando al aeropuerto, me meterían en un taxi rumbo a la casa de mi abuela Irena, en el extrarradio con más polución del gris Katowice y allí me dedicaría a auxiliar a unas monjas en un convento casi como novicia (ya vería él cómo). Ellos se trasladaban a Cracovia donde mi madre era profesora de una universidad prestigiosa y no quería saber nada más de mí. Vale. A mí eso no me preocupaba. Lo que no sé si me gustaba era el barrio de la abuela y la perspectiva de tratar con unas monjas polacas viejas cada día de mi vida.
Tomé el avión de Málaga a Frankfurt donde habría de esperar unas horas la conexión con el moderno y diminuto aeropuerto de Pyrzowice. Tras hojear unas revistas y pensar, tomé mi bolso de mano y salí al frío de la exciudad imperial libre y caminé hasta estar exhausta. Después hice autoestop y me dediqué a la prostitución, alejándome de cada policía que veía y manteniéndome siempre alerta hasta que me afinqué en Berlín donde empecé a trabajar como traductora de polaco e inglés (el español sigo sin dominarlo). 
No tengo ni idea de cómo J.R. me contactó por Skype. Pero me encontró. A pesar de haberme cambiado el nombre siete veces, y no tener ningún contacto con mi vida pasada, me encontró. El pinche sevillano, o lo que fuera. Según me dijo, había logrado salir de España sin demasiados problemas y había estado afincado en la Riviera Maya, nada menos que en Playa del Carmen, sitio lindo e ideal para perderse porque entre grande, cosmopolita, llena de turistas y tipos raros y la deficiente atención de la policía mexicana (peor aún que la española, decía el tío tan pancho); había pasado unos añitos muy buenos, tranquilos, dedicado exclusivamente a la creación virtual de cine y textos hedonista-artísticos. Lamentablemente, seguía J.R., había cometido el error de jactarse en algunos sitios webs y entrar en las páginas de tipos insufribles para cachondearse, un leve paliativo de su aburrimiento. 
Aquello tan tonto, como una broma del destino, acabó con el J.R. en una cárcel de Quintana Roo desde donde me escribía de tanto en tanto en las horas en que le permitían utilizar la sala de computadores. Me dio la sensación de que no estaba a gusto allí. Había una violencia desmedida y un gran grupo de tipos sádicos a los que les había dado por obligarle a pintarse los ojos, los labios y maquillarse de modo poco estético. Le hacían cosas poco agradables a todas las horas del día "por listo y por metiche" y por pisar un terreno de otros como una puta sin hombre que la defienda. No era un lugar idílico la cárcel municipal de la isla de Cozumel. Me dio una pena tremenda. ¡Que mal le fue al J.R.! Yo, por mi parte, borré mi cuenta de Skype y opté por no usar más Internet.

2 comentarios:

Calamardo dijo...

Muy divertido. Me encanta lo de borrar la cuenta de Skype para que no la localice El JR, ese pequeño detalle me parece muy humorístico.

omar enletrasarte dijo...

obviamente no estaba a gusto
saludos