martes, 21 de febrero de 2012

Lupita, feliz ramera

Para el anónimo, no por cobarde menos tonto, que ha entrado a las 16:59, 16/02/13, con su Ipad navegador Safari tras buscar este post en Google y que, por lo visto, no sabe que su IP queda registrada. Te lo dedico, ya que te gusta tanto

Nací en Macondo, Magdalena; era una tarde ventosa que traía polvo y ruido del bar de al lado de casa. A mi mamá apenas le dolió el parto: era la décima vez que daba a luz. Nada más acabar, me amamantó y se puso a trabajar.
Nuestra casa era pequeña, estaba en un barrio que no podríamos llamar así: una acumulación de chabolas y un bar sucio, hecho de lata, llamado Esperanza. Ironías aleatorias. Para comprar el pan teníamos que caminar media hora. No piensen que era un sitio sórdido. Solo éramos pobres pero no lo sabíamos así que no vivíamos como pobres. Jugábamos mis hermanos y yo con los demás niños del lugar allí en el descampado que nos separaba del centro del pueblo.
Nunca supe qué fue de mi padre. Ni lo pregunté. Así soy yo en realidad nada me importa más que yo misma. Un ventaja, sin duda.
Un día pasó por allí un camionero japonés con el que me entendí enseguida, a pesar de no hablar él castellano, y accedió a llevarme con él. Se dirigía a Culiacán en Rosales. Ahí me quedé. Al principio me sentó mal el cambio de clima. Odiaba la ciudad. No aquella ciudad, entiéndanme, sino el ser de las ciudades. Los edificios, el tráfico, las calles asfaltadas. Los comercios por doquier, la gente tan vestida siempre. Cierta prisa en el caminar, la desorientación, no conocer a nadie, ni que nadie te reconozca. Añoraba la humedad y la música.
También echaba de menos a mi mamá pero sabía que ya no podría retornar. Tiré todo lo que me la recordase al Tamazula y me inventé una nueva personalidad. Era fácil, a nadie importaba qué cuentos le contara mientras cumpliese religiosamente con mi obligación de pagar la pensión y la comida que me servía de alimento. A nadie importaba cómo me llamase si Irene, Violeta, Lupe, Claudia o Nadia siempre que diese mi servicio a la comunidad a cambio de unos pesos. Mis habilidades eran pocas, mis conocimientos nulos; no se mi dio bien la cocina, nunca fui una fregona esmerada, plancho desastrosamente. Pocas opciones me quedaban. Menos mal que me crie al lado de un bar.
La cosa es que aunque esté mal el decirlo, siendo encima Miércoles de Ceniza, y tan reciente el día de la Mujer y su dignidad y sus derechos y su blablabla (con lo que estoy absolutamente de acuerdo, huelga decir), he de confesar que me dediqué con devoción a la prostitución y me gustó desde el primer momento. Y sé que suena mal. Yo voy a la Iglesia a pedir perdón cada domingo, de verdad. Pero se me da bien y me gusta. Ya lo he dicho. Conozco a otras que son muy desdichadas. A las que les duele hacerlo, que no nacieron para esto pero tienen que ganarse la vida y no se les otorgó ningún otro talento. Pero yo tengo suerte. La paso bien con los desconocidos, me encanta el sexo y sus vericuetos y su ritmo como de rock. Y también me gusta el alcohol. Después de la tercera cerveza siento que puedo volar, que me salen alas de color púrpura y me rio de la brisa fétida que recorre el prostíbulo cuando se abre el portón, y con el olor a tugurio hago poesía. Voy subiendo más y más alto y me divierto sinceramente. Jamás cambiaría mi vida por otra cualquiera.
Tuve suerte de conocer a aquel japonés y de quedarme sola lejos de mi mamá, tuve suerte de no tener ninguna habilidad, tuve suerte de ser bonita, saludable y ágil. Soy una puta feliz.

1 comentario:

Anónimo dijo...

ta wena ché