lunes, 20 de febrero de 2012

Siempre pasaba algo

Siempre pasaba algo. Empezaba a escribir y sonaba el teléfono: “La tita Paca se tiró por la ventana; no, ya estamos en el cementerio”. O intentaba continuar la lectura de Ondina y venía mi hijo con cuatro amiguitos: “Mamá, los he invitado a merendar: haz unos brownies y cinco colacaos; estamos en el cuarto”. O estaba a punto de darme un baño de espuma y pegaban a la puerta. Mis padres.
-¿Un cafelito?
-Bueno, ¿tienes descafeinado?, ¿tienes sacarina?, ¡qué oscuro está esto!

O iba quizás a mirar el correo de FB y me topaba con noticias de atropellos, injusticias y apaleamientos y comentarios que los alentaban; o iba a escuchar música para relajarme y organizaban de súbito unas elecciones generales y padres de futuros manifestantes votaban en masa al PP. Lo decía Pasolini hablando de uno de los temas recurrentes de la cultura griega clásica: la predestinazione dei figli a pagare le colpe dei padri.
Y yo trataba de avanzar, mas cientos de pequeñas infamias vistas durante el día me atormentaban el ánimo hasta dejarme sin aliento.
A lo mejor, aprovechando entonces ese ánimo luctuoso, empezaba a escribir esquelas imaginarias y posibles epitafios para amigos y parientes cercanos; conocidos presentadores, actores y políticos; y cuando por fin, andaba a la carrerilla y ya iba a preparar un sentido panegírico en alabanza y recuerdo de una tal Annie Bottle, muerta trágicamente en una operación menor de cirugía estética, aparecía Fabián. Y este además es un tipo que aparecía, reaparecía y volvía a aparecer; que a veces yo pensaba que no se había ido sino que se quedaba en algún armario o allí debajo de las camas y de pronto y de nuevo salía:
-Hola, ¿cómo estás?
-¿Un cafelito?
-Dale, pues.

Una vez, me visitó un amante con el que había hecho todo menos consumar cierto acto. No hubo manera. Siempre pasaba algo. Siempre aparecía alguien. Apenas nos besábamos y acariciábamos con ternura, se despertaba el niño y venía a acomodarse entre los dos; o si nos disponíamos, en horario escolar, a pasar de la siesta pero no de la cama, sonaba el timbre y ¡ecco! el Fabián. Durante aquellos diez días, vino la policía, el inspector de hacienda, una tía de Cuenca que se quedó dos días y sus respectivas noches; un vecino con problemas de atoros; una amiga que dudaba si abandonar a su marido o tener con él a su cuarta hija, decidimos consultar a la ouija (y le aconsejó que tuviese otra hija); también vinieron mis padres una noche y tras el interrogatorio a él se le quitaron las ganas; otras interrupciones, timbrazos y llamadas consumieron el resto de los diez días sin que nadie en mi casa se encamara. 
Así pasaba la vida y así pasó. Aquel amante está criando malvas y yo sigo sin poder darme un baño de espuma, no acabé Ondina, ni casi hago nada más que sortear las pequeñas interrupciones de la vida, pulir las cristaleras, limpiar bien la casa ante eventuales visitas de familiares, y asumir las cuasi diarias visitas de Fabián al que ahora acompañan su mujer y sus alegres vástagos; es en verdad una amistad de años, como mi apacible existencia en el lugar donde me tocó nacer. No ha sido una mala vida, tan tolerable como las hemorroides.

3 comentarios:

Riforfo Rex dijo...

Siempre hay algo que nos distrae de hacer lo que realmente queremos hacer.

Calamardo dijo...

Pero, si no hubiera interrupciones y cumpliesemos con nuestros deseos, ¿después qué?

Pilar dijo...

Después nos moriríamos igual.