Y acaeció que hubo siete ninfas cuyo destino les llevaría a ser las primeras vírgenes suicidas.
De lo que, según cuentan, hizo Zeus a Orión
Iban las Pléyades al cine a
ver una de Justin Bieber cuando Orión les salió al paso y se abrió la
gabardina. Era la cuarta vez que ocurría, para disgusto de Atlas y falsa ofensa
de Zeus, el viejo zorro, que ya había calculado cuáles y cuántas de las siete tomaría
para él. Electra, tocaya de la atrida, estaba buena. Maya gustaba por ser
discreta y tímida. Y digan lo que digan Taigete, que ni cierva ni nada, se hizo
la dormida y ahí ya.
Zeus, harto, decidió dar lo
suyo a Orión que llevaba siete años hostigando a las hijas de Pléyone, a la que
—según
las malas lenguas— había
violado. Era aquel un mundo de rumores que hoy día no podríamos comprender pues ahora la realidad es de una transparencia que no desluce la verdad. Entonces, no.
Entonces se contaban tantas mentiras que a Zeus lo traían loco, con versiones
contradictorias de cualquier hecho y cualquier individuo sobre el que él
tuviera interés. Y era cierto que Orión era un magnífico ejemplar, sexi y un
gran cazador, mas, aun así, el hijo de Cronos lo estampó en miles de estrellas en
el cielo no sin antes hacerlo morir por la picadura de un escorpión. Así acabó
Orión, por acosador.
Mérope y Sísifo o Del castigo de engañar a la muerte
Mi favorita del todo entre las
Pléyades es, por supuesto, Mérope la única que se enamoró de verdad. La pobre.
La cosa es que Mérope se enamoró de Sísifo y le echó valor pasando de los
dioses y sus fantasmadas. Sin embargo, en un acto de lo que ella entendía por amor,
cometió un pecado fatal: creó un gólem que ya no era un mortal sino más bien un
monstruo de Frankenstein pero sin ternura, un zombi a lo vídeo de Michael Jackson, con una
fuerza descomunal: Resident Evil purito. Un Sísifo, sin alma, sin futuro y sin
nada más que la capacidad de cargar una piedra por toda la eternidad. Un desastre
de terribles proporciones del que cualquiera se hace cargo. En fin.
Suicidas, vale, pero ¿vírgenes?
Bueno, y dirán si esta se casó
con Sísifo, a las otras tres se las cepilló el Zeus y a las demás ninfas, otros,
¿qué dices de vírgenes? Pues fácil. A cualquiera que esté familiarizado con viajes
astrales, experimentos de control sobre el continuo espacio-tiempo o, en su
defecto, haya visto la magnífica serie Héroes (al menos las dos primeras
temporadas que después es más de lo mismo), sabrá que es posible mutar el
presente en cuanto se conoce el futuro mediante un poder denominado viajar en el tiempo.
De cómo cambiar el destino de siete ninfas
Cientos de siglos después de
todo lo mil veces contado, una tarde somnolienta entre cómics y revistas, un
joven héroe japonés cuyo poder era, precisamente, controlar el tiempo, encontró
un libro de mitología helénica y leyó admirado la historia de las siete ninfas
cuyo destino siempre quedaba en manos de dioses, abusones y gigantes calentones.
Y habiendo ya Hiro resuelto los problemas de su tiempo y otros anteriores, sintió el deseo de ir a
conocer a las vírgenes. Así pues se concentró en una época remota y en un lugar
sin concretar: en su mente la reproducción de las felices muchachitas realizada por un tal Elihu Vedder.
Al cabo, llegó a una isla mediterránea rocosa, de aire rosado y aromático. De fondo el rumor de las olas y el balido de las cabras. Allí mismito las hermanas bailaban. Pasado el primer calentón involuntario, Hiro Nakamura advirtió a las Pléyades de su tenebroso futuro: todas preñadas por uno u otro dios, partos sin epidural y, lo peor, la ruptura —más o menos a disgusto— de su palabra de mantenerse vírgenes en honor a Artemisa. Para las muchachas, esto venía a sumarse a su encuentro, cada ocho años, día arriba día abajo, con Afrodita que les ponía la cabeza como un bombo con todas las ideas de la mujer y su libertad sexual. Las hermanas espantadas se despidieron del héroe y tuvieron una pequeña reunión.
Al cabo, llegó a una isla mediterránea rocosa, de aire rosado y aromático. De fondo el rumor de las olas y el balido de las cabras. Allí mismito las hermanas bailaban. Pasado el primer calentón involuntario, Hiro Nakamura advirtió a las Pléyades de su tenebroso futuro: todas preñadas por uno u otro dios, partos sin epidural y, lo peor, la ruptura —más o menos a disgusto— de su palabra de mantenerse vírgenes en honor a Artemisa. Para las muchachas, esto venía a sumarse a su encuentro, cada ocho años, día arriba día abajo, con Afrodita que les ponía la cabeza como un bombo con todas las ideas de la mujer y su libertad sexual. Las hermanas espantadas se despidieron del héroe y tuvieron una pequeña reunión.
Visto lo visto, tras haber Hiro
Nakamura venido de un futuro de otra dimensión a referir su futuro a las hermanas,
que en el fondo como todas las adolescentes, flirteaban a diestro y siniestro, la blonda Mérope tuvo que poner orden en las mentes de las
otras jóvenes de blandas melenas para asumir el sacrificio que las libraría de
la injuria.
Reflexión propia e innecesaria
La cosa es que su suicidio
cambia todo lo que de la mitología se escribió después, pero en tanto en cuanto
la mitología se cuenta y recuenta al arbitrio del contador de la misma, a mí
personalmente me da igual.
Desenlace (trágico, como debe ser)
Una mañana de otoño en un
barrio de Las Rozas, bajo un árbol con columpio se amontonaban todos los
jóvenes pretendientes, Corcuera, Zeus disfrazado de tuerto, y un cientos de vecinos
cotillas: las ambulancias sacaban los siete cuerpos de las jóvenes muertas.
La prensa habló de una secta.
Los vecinos acusaron a los padres.
Hubo una investigación criminal, interrogaron a medio instituto y a todo el
vecindario; sospecharon de todos y varios meses después cerraron el expediente
por falta de ánimo.
Así fue, amigos, como en el
cielo brillan seis estrellas vistosas y una más que, castigada, apenas se ve: la culpable del suicidio colectivo, claro. Desgraciadamente, a pesar de que Orión no les puede dar alcance, se mantienen las visitas cada
ocho años de Afrodita para darles la bronca, explicarles la gran cantidad de placeres que se habían perdido y finalmente ofrecerles su solidaridad.
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