Madonna-Edvard Munch |
Entre
luces brillantes que parpadeaban a su paso, conducía con los ojos entornados y
la cabeza empezó, de nuevo, a molestarle. Quedaba un trayecto de poco más de media
hora hasta llegar a casa —nada le apetecía menos—, pero en la carretera las
luces de los otros vehículos, las farolas y los anuncios iluminados le hacían
daño en las pupilas, que llevaba húmedas. Su visión no era la idónea para la
conducción.
No
era una persona aplicada, no era una persona estricta y cumplidora de rituales,
reglas y normas viales, pero era suficientemente inteligente como para aumentar
su concentración y poner todo su esfuerzo en conducir con cuidado hasta llegar
a su destino sin tener o provocar un accidente de tráfico.
Fue
la media hora más larga. Cuando llegó, la cabeza le estallaba, la luz le hacía
daño. Las piernas a duras penas le permitían dar los veintisiete pasos que la separaban de la puerta de su apartamento, y las manos flaquearon al meter en
varios intentos la llave y girar para hacer que la puerta se abriese y le
permitiese desplomarse allí mismo en el vestíbulo, sobre una alfombra de Ikea y
bajo una lámpara de Ikea, junto a los percheros repletos de Ikea y un
banco-zapatero monísimo de Ikea.
Era
un recibidor amplio, en comparación con los que suelen hacer en los pisos de
ahora donde cada centímetro se planifica para ubicar una nueva habitación y así
aumentar vertiginosamente el valor del inmueble. Allí en el suelo de la entrada
de casa, con el bolso colgado, y el abrigo puesto, las llaves en la mano
derecha, pensaba en la distribución del apartamento, que tras muchas
discusiones se había quedado ella y le había logrado la enemistad de él y de
toda su familia (exfamilia) política.
Ahora,
como una maldición o un acto de justicia poética, su enfermedad se había
agravado y no había nadie en casa para socorrerla. No podía moverse y el teléfono
quedaba tan lejos. Y tenía que ser precisamente ella de las últimas personas
del mundo que habían renunciado al dudoso lujo de tener un teléfono móvil así
que en el bolso, más allá de unos chicles sin azúcar, poco más la podía
asistir. Si al menos llevase las estampitas de la Virgen pero ni a eso quiso
nunca asirse.
Nada
ni un leve sonido llegaba ya a sus oídos. Eso era muy raro. El estómago se
había declarado en rebeldía y ni así tendida se libraba de la sensación
tremenda de vértigo. Ya sabía que en esa situación su cuerpo no le permitiría
que gritase pidiendo auxilio, ya sabía que la tensión baja y el azúcar baja
conducían a un túnel donde al fondo, según decían, había una luz. Y recordó a los insectos idiotas de Bichos: ¡No vayas a la luz! Su “cultura” posmoderna aún
tenía capacidad para lograr el ridículo hasta en el momento de su muerte, que
era tan absurda como lo había sido su vida.
Pensaba
quieta. Pensaba cada vez menos agitadamente. No recordaba la ropa interior que
llevaba puesta. Ojalá sea el conjunto salmón y las medias de ligas negras.
Trató de mirar hacia abajo, adonde sus pies portaban sus zapatos pero su cabeza
no se movió.
Así,
poco a poco, apagándose, notaba que se le iba la fuerza y fue consciente de que
sus últimos esfuerzos intelectuales habían sido una referencia a una película
de Pixar, un leve alivio al recordar que se había depilado el día anterior y
una preocupación por lo que pensaran los enfermeros, médicos, forenses y quizás
también los funerarios que la amortajarían dentro de poco.
3 comentarios:
Hay relatos que desmitifican los considerados grandes hechos de la vida, y morirse al igual que nacer es irremediablemente uno de estos hechos; este morirse mientras se piensa en gag de una película de Pixar tiene su punto de humor negro, pero también tiene su punto de reflexión existencial, es un final sin significación cómo es la mayor parte de nuestro tiempo.
Sin ánimo de desmerecer al texto, me ha impresionado mucho el cuadro que lo acompaña. Las artes plásticas me suelen dejar bastante frío, pero este cuadro me parece muy hermoso, diría que tiene algo de hipnótico. Muy bien elegido.
no me explico como pudo pensar tanto en las apariencias, cuando estaba dando sus últimos alientos,
un genial relato
saludos
Gracias, Omar.
Gracias, Antonio.
Besos
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