miércoles, 25 de mayo de 2011

Muerte de un golfista

Andrés Villamandos tendría 31 años cuando consiguió su mejor juego. Desde entonces hubo en él una especie de estancamiento. Antes, todo fue ir a más; después, durante años todo quedó igual. La víspera de su cuadragésimo aniversario, tomó una decisión irrevocable. No dormiría ni comería, no descansaría ni yacería con mujer alguna, hasta bajar su hándicap, lo que le era posible solo por vivir en EEUU donde se rigen por el sistema USGA, que –como todos saben– permite registrar vueltas también fuera de las competiciones.
Con la mente en blanco y aspirando el aire perfumado por el césped recién cortado, comenzó al amanecer de un día 17, lleno de confianza y motivación. Su fuerza de voluntad le permitió pasar veinte días y veinte noches en el green. También se lo permitió el dueño del club que era amigo de su tío Alberto. Dios mediante, el sol se ponía y salía. Salía y se ponía. Andrés no desfalleció, pero no mejoró su swing ni bajó su hándicap ni comió ni bebió, ni descansó ni yació con mujer alguna, cosa esta última la única que, curiosamente, no lamentó.
Durante la puesta de sol de la vigésima jornada se le acercó una empleada del club, donde andaban preocupados por la mala estampa que se ofrecía y, por supuesto, también por la salud del estimado Andrés. La sueca bilingüe, relaciones públicas, se dirigió a él con amabilidad y habló con voz dulce. De sus labios carnosos salieron palabras suavitas que Villamandos no entendió y, la verdad, yo tampoco, absorta en la visión que a través de los ojos del maltrecho protagonista estaba teniendo.
Ante él se alzaba un ángel de alas albísimas, los brazos abiertos, cuyo corazón palpitaba visiblemente desde su boca. Un haz de luz deslumbrante proyectaba su sombra hasta más allá del tee de salida. Andrés alargó su mano, trémula, hacia la hermosa visión, farfullando una plegaria ininteligible. Y acaeció que, al rozar los rubios cabellos de la milagrosa aparición, la imagen celestial mostró su verdadero rostro. El ángel se transformó en demonio alado, de cuerpo ígneo y ojos como rajas de vacío. El ruido se adueñó de la situación, el maligno ante él daba alaridos como de bestia rabiosa o como de lechales a los que van a sacrificar o como de cientos de sirenas aullando. Acertó tan solo Andrés a sacar el driver, acero forjado, 170$, y lo alzó tan apenas unos centímetros cuando sintió unos empujones como de dedos en su abdomen.
Caído en la blandura del verde suelo, pudo ver como el demonio se alejaba y miró arriba al limpio cielo donde ya las estrellas se colocaban lentamente en su apropiada configuración según esas otras reglas que debían ser parecidas a las del Juego pero que a él le eran desconocidas.
Allí murió el golfista, desangrado. Fue rápido, muy rápido, pues estaba debilitado. Los ocho, o puede que nueve, disparos le alcanzaron pecho, estómago y vientre, dibujando un círculo perfecto en su inútil cuerpo. Hay que reconocer que los guardias de seguridad del club tenían una magnífica puntería. Quizás pasaban el día en la galería de tiro practicando quién sabe si para mejorar ellos también su habilidad y bajar su hándicap.

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