martes, 17 de enero de 2012

Así fue

Desperté por el dolor de la quemazón en la espalda. Estaba en una playa, desnuda. Sola yo. Sola la playa. No recordaba nada. Pero sabía que debía buscar refugio, un lugar en sombra mientras el sol bajaba. Vi a mi alrededor algunos respiros verdes con cocoteros y palmeras, que salpicaban escasos la brillante y límpida arena blanca. Gateé hasta el más cercano de estos oasis y esperé. Tratando de reponerme del dolor, tratando de recordar, tratando de comprender.
Pasaron varias horas mientras el sol se ponía dulcemente por el Oeste y mi piel dejaba de palpitar, aún enrojecida, ligeramente escoriada. Me fijé en una de las palmeras que había como a veinte metros, tenía una curiosa forma en su base, como la de un náufrago asido a una botella de ron. Sonreí, los labios se partieron. Me lamí la sangre y me estremecí.
Decidí ponerme en marcha, caminaría hacia el Este hasta ver amanecer y buscar refugio otra vez. Probablemente para entonces ya habría llegado a algún lugar donde alguien me pudiera socorrer. No me molestaba estar desnuda, pero preferiría haber tenido una blusa, un vestido, una tela que me protegiera de radiaciones y humedades.
Tras mucho rato andando a lo largo de la orilla, iluminada por la luna que ayudaba a dar forma a las cosas, me topé con un gran saliente de roca. Era imposible seguir sino era escalando o bien nadando. El promontorio era imponente, muy empinado y resbaloso, escalarlo no era una opción. Rodearlo a nado era mi única idea. El agua estaba tibia. Debía ser muy salada, porque me sentí tan ligera, era tan fácil flotar. En todo caso, no sé cuánto pasé en el agua; aquella roca era más que un escollo en el camino; por momentos pensé que sería mi final, pues el agotamiento me rondaba tan seriamente que llegué a convencerme de que eso era lo que habría de pasar, y lo deseé durante los momentos de máximo agotamiento, sin miedo o con tal cansancio que el miedo ni era notable. Alternaba el braceo suave, con el reposo de espaldas cuando buscaba la luna y ubicaba las estrellas que quizás por mi confusión parecían mal colocadas. Distraída en esos pensamientos y en los de la brillante dureza de la roca no me di cuenta de que había salido de nuevo a una playa abierta. Respiré aliviada, mientras salía del agua notando como las piernas temblaban, chocaban los huesos de las rodillas. Me desprendí en esa arena aún cálida. Agotada. Mareada. Pero no quería dormir. La sed me pinchaba y me obligaba. Me concedí un breve reposo y decidí seguir. Había ya en el cielo algo, no aún claridad pero algo que avisaba. Todo me pareció extraño.
Continué. Con cuidado, observando cualquier rastro de un lugar habitado, habitable, de un resto dejado en la playa por alguien. De un vestigio o indicio de otra persona. No había nada; conchas brillantes que en otro momento de mi vida habría recogido y atesorado y ahora me asqueaban. Me percaté de la claridad precisamente en ese espanto del brillo en una caracola plateada. Cómo era posible. No hay amanecer en el Levante, ante mis ojos el cielo estaba aún más negro. Cómo era posible. Me dolió el estómago como una señal. Y giré la cabeza ya segura de que el sol no salía por Levante sino por Poniente. Qué terror sentí, amigos. Qué desazón, qué soledad, qué sensación de haber ya muerto y que aquella soledad desconcertante era mi punto final, cuya maldición consistía en no ser un punto y final. Giré la cabeza, los ojos acuosos, los puños cerrados, los dientes apretados. Allí a mi espalda, nacía la claridad que precede al alba y deja que el cielo se ennegrezca más y el fresco se haga más intenso. Dura poco. La luz se adueña de todo poco a poco. Lo que antes era gris, después se hace morado y después rosa. El morado empuja al gris y este al negro hasta que lo borra del cielo sin esfuerzo. Al cabo, un rayo preciso aparece y deja al rosa tan blanco que parece mágico. El milagro de cada mañana, sin embargo, no disipó mi angustia. Mi sed volvió.
Aun sin saberlo no había cesado de andar. Atrás quedaban los colores del nuevo día, la belleza del mar bañado en la luz clara y pura de aquel lugar. Yo les daba la espalda, a la belleza, al amanecer, al simbólico renacer de cada día. Tras una muerte negra donde en realidad mi cuerpo se sentía más pleno.
Ya el día se había hecho dueño del cielo, cuando comencé a buscar de nuevo un sitio umbrío para proteger mi piel. Atisbé entonces un alto y frondoso árbol a lo lejos, Quise llegar hasta allí medio figurando que quizás alguna hoja tenía unas gotas de rocío. Apreté el paso y lo que vi me resultó familiar. No estaba loca. No estaba muerta. El sol no salía por Poniente.
Yo estaba allí ante el extraño árbol en cuya base vi la figura del hombre agarrado a una botella. Como de barro, como de madera. Me desplomé agotada, comprobada la teoría nunca figurada, ni intuida ni deseada, de que estaba en una isla. Una isla templada, linda y pequeña. Y que estaba sola, por lo que parecía. Sola, hambrienta y sedienta.
Así fue mi llegada a la Isla.

1 comentario:

beatriz dijo...

agüita ! una isla redondita para ella sola. Bien relatado.