viernes, 20 de enero de 2012

Faustino o Una odisea en la estratosfera

Esta historia es un plagio como la copa de un pino. Se la robé a un escritor que cauteloso planeaba su escritura y no se decidía del todo a hacerlo. Se la levanté como otros levantan las novias a sus mejores amigos. Es, en realidad, una leyenda tradicional chilena, que sería un mito urbano de no ocurrir por entero en un entorno rural.




Ocurrió en Benagalbón, como podía haber ocurrido en Puerto Natales. Un tipo, frito de vivir en su pueblo, de cruzarse cada día con los mismos vecinos y oír cada día los mismos comentarios y frases hechas, se hartó. Simplemente se hartó. Se cansó de las calles del pueblo, de la población envejecida, del hablar del tiempo, de si se dio bien la pesca o si este año habría más o menos almendras. De contemporizar, sin más. 
-Más turistas
-Sí. 
-Cada año igual.
-Sí. 
-Llegan y lo dejan todo hecho una porquería.
-Sí.

La mujer cocinaba, los niños alborotaban. Él los amaba, sin duda, pero le robaban el alma con su banalidad. Blanqueaban la casa o arreglaban las tejas. Se vestían los días de fiesta e iban a misa los domingos. Cada funeral, cada bautizo. En mayo, las comuniones. El buen hombre no podía más. Su vida era un agotador círculo vicioso. Todos le parecían iguales, mediocres, cretinos, cotillas. Los guisos de su mujer se repetían semana tras semana. Su trabajo le causaba hemorroides y hernia discal. La profesora se quejaba de sus hijos, pero él no los metía en cintura; tenía la cabeza en alguna otra parte.
Como vivía en una casa de pueblo, tenía un pequeño taller, un lugar lleno de hierros y maderos, clavos y pegamento, serruchos y destornilladores y martillos. Allí se refugiaba y allí ideó su pequeño sueño que, con tiempo y paciencia, se convirtió en un plan en toda regla y, más tarde, en un proyecto estructurado y, después, en su aspiración vital, el único motivo de su existencia. 
De modo parsimonioso y secreto, Faustino diseñó y construyó una nave espacial. No era una preciosidad como las de la NASA, no era una gran nave espacial. Parecía más una lata de sardinas pero con toda seguridad funcionaría para lo que tenía que funcionar. Una buena tarde habló con su mujer y sus hijos y les explicó lo que tenía en mente desde hacía tanto. Se marchaban de allí. Dejaban Natales o Benalgabón o Chilches, o como diantres se llamara aquel pequeño lugar tedioso y anodino, y abordarían una aventura sin parangón, un viaje estelar que les llevaría lejos de aquello y de todo. Se marchaban, ¡pero ya!, a la estratosfera en principio y después ya verían para dónde decidían poner rumbo. 
La esposa, mujer sencilla y complaciente, ignorante y diplomática, calló. Y en silencio planteó el ajuar que necesitarían para tamaño periplo, la comida que habría que preparar, fiambres, frutos secos, vino dulce, etc. Los hijos acostumbrados a la vida tradicional eran obedientes y brutos y a todo dijeron que sí. Sin entender,  en verdad, una sola de las palabras, que oían sin escuchar.
Partieron, pues, una semana más tarde. Bien abastecida y acondicionada la nave gracias a la hacendosa Robustiana. Despegaron sin problemas, dejando boquiabiertos a los vecinos que en aquel momento del día pasaban cerca de su casa. Llegados al límite de la atmósfera vivieron unos minutos de incertidumbre, sintiendo como la nave temblaba ferozmente y los tornillos casi se salían de su lugar, pero lograron cruzar a la estratosfera y todo se tranquilizó súbitamente. La gravedad cero hizo que cazuelas y castañas, faldas y chorizos levitaran a su alrededor. La visión desde el ventanuco a modo de escotilla era deliciosa y Faustino estaba satisfecho y feliz. También los hijos sonrieron con el comienzo de la aventura. Los siguientes días seguían contentos, gozando la vista: millones de estrellas, la Tierra vista desde lejos, grupos de meteoritos que viajaban por el cielo. El Universo grandioso, tan cerca. Dejaban en paz la ventana solo para comer, dormir y hacer sus necesidades en una especie de botijos que después lanzaban al espacio.
Pasaron así trece años. En verdad Robustiana había previsto mucha comida y muchos botijos. Pero el poco ejercicio y, quizás, quién sabe, el aire enrarecido, mil veces respirado, los estaba haciendo enfermar. Primero, el más pequeño de los hijos, Cipriano. Después, la niña, Yanira. Por último, el mayor y predilecto, Roberto. Madre y padre cayeron en la más profunda de las depresiones, pero mientras el hombre incombustible sobrevivía a cada desgracia que le sobrevenía, calmo. La mujer se enfermó también y un buen día amaneció tan muerta como los tres hijos. Ocurrió esto y Faustino quedó solo a merced de la tristeza y el aburrimiento. Las estrellas fijas cada día le hastiaban; la visión de la Tierra le asqueaba. Ese pedazo de mierda de ahí abajo tenía la culpa de todo. Su insoportable falta de interés, su absurdo lo había lanzado al espacio y allí autodesterrado había visto morir a toda su familia, entre fiambres y café soluble y alguna gallina, también enferma, que –cada día menos--abastecía de huevos frescos.
¿Por qué nada me satisfizo ahí abajo? ¿Por qué nada me satisfizo tampoco realmente acá arriba? La soledad y el tedio, el sentimiento de culpa y la rutina le golpearon allí peor que en Benagalbón. Y tomó una decisión, la última decisión, que ya no podría ser un error. Haría explotar aquella maldita nave y moriría junto a los cuerpos medio corruptos de sus hijos. Preparó el hombre todo el combustible que quedaba en la nave, juntó unos maderos de aquí y unos leños de allá y prendió un fuego junto al depósito de nitrógeno líquido. 
"Tenía que haberme hecho una máquina del tiempo y haber viajado a todas la épocas yo solo durante los fines de semana; habría sobrevivido mi familia y nunca me habría aburrido tantísimo aquí arriba con esta oscuridad y estas mismas estrellas cada día y este tiempo invariable, que ni llueve, ni nieva, ni telediario con noticias que comentar y ¿con quién? de todos modos. Un asco. El mismo asco que en el pueblo". Prendió la mecha, se santiguó y cuando iba a hacer explotar la nave sin nombre, vio algo como un pequeño círculo tembliqueante que se percibía desde la escotilla. Un tornado de partículas negruzcas y brillantes que se agrandaba conforme parecía avecinarse. Decidió demorar un poco el momento de su muerte y, curioso, miró el fenómeno físico. Él no tenía conocimientos de astrofísica solo era un mecánico cojonudo, por eso nunca supo que se le acercaba un agujero de gusano, un agujero negro, una curvatura del espacio-tiempo que estaba a punto de tragárselo y transportarlo a él y a los fiambres de sus seres queridos a otra dimensión.
Solo se vio una pequeña luz en el cielo, como un cohete de la noche de San Juan, que apenas se percibió en la lejanía de Benagalbón donde sus vecinos ya ni se preguntaban donde andaría la familia de la Robustiana, desaparecida hacía ya varios años atrás.
¿Dónde fue a parar Faustino?, preguntarán. Pues no se sabe. Jamás nadie nunca ha podido probar para qué sirven los agujeros negros, si la materia oscura destruye o es medio de transporte interestelar. Lo que ocurriera aquella noche primaveral queda entre Faustino y el mismísimo Dios nuestro Señor.
Amén.

2 comentarios:

J.J. Tapia dijo...

-Buen relato.
-Sí.
-Bien escrito.
-Sí.
-Cada año igual.
-Sí.

Juanjo Rodríguez dijo...

Un asunto interesante que nos afecta a tantos: no querer estar en donde se está, ni siquiera después de moverte para estar en el sitio en el que deseabas estar cuando estabas en otro. ¡Cómo impide disfrutar el presente para fiarlo todo a un futuro que sólo existe como concepto!