miércoles, 14 de marzo de 2012

Del diálogo con el recién contratado encargado de una funeraria y las mentiras que este tuvo que prometer a una enajenada con agorafobia inversa perpendicular obtusa


-Embalsamamiento, 5000; incineración, 1500.

-¿Entierro?

-Depende del féretro, del piso; a más alto más barato, excepto la planta baja: nadie se quiere agachar y los que quedan son los que pagan...

-Qué bonita profesión la suya, ¿tuvo que opositar?

-Ataúdes los hay desde 500000 a 1000.

-¿500000?

-Hombre: aleación de acero y kriptonita con revestimiento de maderas nobles y acolchado por dentro en colores relajantes (efecto cromoterapia).

-No me gustan los ataúdes. ¿No tienen fundas de materiales biodegradables? Así como un saco reciclado que pueda traer yo de casa.

-No.

-¿No?

-No.

-¿Por qué?

-Está prohibido meter a la gente de cualquier modo en cualquier lugar.

-Pero ¿y si es mi última voluntad?

-No.

[...]  

Toses, ruido de tripas; el muchacho mira el reloj; ella se coloca y recoloca el bolso; cruza un caracol con brazalete negro en una de las antenas. Más toses. El hambre le puede a él antes que a ella y rompe el silencio:

-Le recomiendo la incineración. Es lo último: ecológico, barato. Ahorre a su familia esas incómodas visitas. El momento del sepelio es siempre desgarrador para los seres queridos. Eso les evita. Y además su seguro lo cubre. Lo que no cubre es un entierro en el suelo, con lápida de piedra y una fuente conmemorativa.

-¿Está usted siendo sarcástico?

- En modo alguno, solo le constato una realidad de la que parece mostrarse ajena.

- Vale, sé que son las dos de la mañana y llevo aquí desde las cinco. Que tenemos hambre y estamos cansados y hostiles pero deje que le cuente que me preocupa mucho algo y desde hace un par de días no puedo dejar de pensarlo:

»El sábado conocí a un tipo en un bar. Me invitó a un número indefinido de cócteles de componentes indefinidos. Me llevó a su casa. Acogedor hogar. Allí sobre la chimenea había una colección de jarrones y ánforas de tamaños y colores similares, justo debajo de un enorme cuadro manierista con quizás un abusivo empleo del claroscuro cuyo motivo principal eran unos perros de caza jugando al póquer, con naturaleza muerta y una réplica de Velázquez frente al lienzo reflejado en un espejo.

»Entre las ánforas destacaba una, colocada en el centro del poyo, de color dorado y relieve grabado con una secuencia de ángeles, en su centro una placa de oro blanco rezaba: “Aquí, los restos de Doña Fernanda de las Angustias Robles Aguilar, viuda de D. Roque Sánchez de Cea, notario. Madre de Enrique, Frasco, Julita, Rosario, Fernanda y Cuqui. Abuela de Sagrario, Hortensia, Gundisalvo,...”.

»La letra iba menguando y menguando. El tamaño se achicaba conforme el parentesco se iba alejando hasta el punto de necesitarse una lupa de filatélico para desentrañar los nombres de los parientes políticos, sobrinas solteras y bisnietos. Al final, una nota diminuta, obra del más grande orfebre de esta Tierra, decía algo así como te recordaremos con admiración y cariño, dadora de vida, generosa y alegre hasta su última hora».

-¿Y?

-¡Desde luego! ¿Hace falta que lo diga todo? ¡Que no quiero que me incineren! Quiero una tumba, en el suelo, rodeada de césped, con una lápida enorme en mármol negro y letras doradas y quiero entrar en la tierra a pelo, sin acero ni acolchado ni música ambiente, ni las otras sandeces del catálogo. Y, de acuerdo, sí que podría admitir una fuente pequeñita y cantarina para amenizar las visitas. Ah, y no quiero misa. 



-¿Es usted hebrea o pertenece a algún credo minoritario que requiera ofrecer algún rito de despedida?


-No, soy atea. Atea perdida. Pero, oiga, se podrían organizar unas jornadas de algo, un concurso de relatos, un ciclo de cine fantástico,...

[...] 



(El caracol pasa acompañado de la que razonablemente podría ser su esposa).


-Está bien, señora, veremos qué podemos hacer. Si fallece usted entre el miércoles y el sábado, yo mismo la atenderé y ya me encargo yo de prodigar todos los cuidados necesarios, dentro de las posibilidades que probablemente excluyan la fuente y los actos conmemorativos, hágase cargo ¡por Dios! Perdón, que es usted atea. 


-Nada, nada, respeto todas las expresiones de nuestro idioma. Entonces, podría prometerme lo del saco en tierra firme, que me he pasado la vida en pisos y no quiero un apartamento diminuto para la eternidad, hombre.


- Haré todo lo que esté en mi mano, tiene usted mi palabra de contratado temporal a media jornada en prácticas. Pero recuerde: entre miércoles y sábado.

-Pues me voy mucho más tranquila.

-Entonces ¿se va?

4 comentarios:

Riforfo Rex dijo...

Magnífico diálogo. Magnífica mujer de ideas claras. ¡Viva la muerte digna!

omar enletrasarte dijo...

un relato con pimienta y sal
agradable
saludos

Unknown dijo...

Siempre resulta sano reírnos de la muerte, especialmente en nuestra cultura tan dramática; aunque me gustan las cenas fúnebres italianas por cinemátográficas. Hay que intentar después de tantos años lograr una aceptación más razonable de lo inevitable.

Pilar dijo...

Ahuyentando los miedos mediante la guasa :P
Saludos a los tres.