sábado, 17 de marzo de 2012

Die sinfonie der stadt


Le habían cortado el cuello de oreja a oreja. Le metieron una esponja, lo dejaron por muerto.
A la mañana siguiente, se levantó como siempre: amarillo, quejoso, sucio y somnoliento. No recordaba que lo hubiesen matado: estaba tan dormido y bien dormido de la borrachera que ni se enteró. Ahora tenía que salir y seguir el viaje, el viaje por el paisaje de la ciudad extraña y extranjera, un paisaje de enanos con halitosis, con apartamentos cochambrosos; un paisaje de cientos de cucarachas y chinches; un paisaje de ruido de tripas y dignidad. El camino se estrechaba a veces y él quedaba atrapado en un angosto pasillo del que no podía salir ni adelante ni hacia atrás; tenía que esperar un tiempo indefinido hasta adelgazar. Durante aquel viaje había encontrado compañía: hombres que le parecían como él, libres y extranjeros, a los que dejaba hablar en busca de buenas historias con las que amenizar el camino, a los que al cabo detestaba, de los que tarde o temprano se despedía.

Tras el degüello, sintió que estaba más vivo que nunca. Nadie a su alrededor le parecía estar tan vivo y atento, ser tan libre y estar tan pleno como él mismo en ese instante. La plenitud con la que oía sonidos de gotas que caen, vientos lejanos que levantan la hojarasca, el borboteo de la cisterna del cuarto vecino, el crujido de la cama de la prostituta; todos los orgasmos, los orines, los pasos de los insectos, el reptar de los gusanos, el chasquido del órgano al masturbarse, la trituradora del camión de basura digiriendo el hediondo fruto de la vida de la comunidad. Todos esos paquetes de cigarrillos y las cajas vacías de trastos sin sentido. Todas esas cáscaras, mondas, espinas y huesos, piel de pescado y de pollo, tocino agrio, botellas de vino barato, latas de cerveza de marca blanca, compresas usadas, pañuelos de papel con viscosidades repugnantes, los condones arrugados pringosos de semen, saliva, flujo y sangre, el brazo de una muñeca, pilas gastadas y contaminantes. Todo a la panza del camión que rechina. Todo a la boca del destierro de la ciudad que se deshace de su mierda para avanzar un día más. El motor del camión que arranca y se marcha saciado suena a amanecer, canto de mirlo, adagio para órgano deglutidor, la sinfonía della cittá. Estremecedora comprensión. 
Delirio.
Decidido a recolectar anécdotas y escribir su viaje, caminaba alejándose sin percatarse de ello. Y así se topó con una riachuelo de aguas que le parecieron frescas y apetecibles. E inclinose a beber. Y en el esfuerzo de estirar el gaznate, la herida invisible se abrió, cayó la esponja al arroyo y un río de sangre manó de su cuello enrojeciendo el agua. Azufre. Fue lo último que vio: el color de la sangre, aguada, borrosa, viajando por las afueras de aquella ciudad.

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