domingo, 14 de agosto de 2011

Del trágico fin de dos presidentes y una primera dama o Cual lozana andaluza del s. XXI


Piñera tuvo una infancia difícil. Los dientes retorcidos, patizambo, no se le dio bien el fútbol, ni el básquet. Yo no sé mucho de él, la verdad. Lo que me han contado por aquí y por allá. Amigos comunes, conocidos de Harvard. Algún prohombre chileno con el que alterno. Es lo que tiene ser presidente de un país, que todos hablan de ti. Eres objeto de comentarios y todo tipo de conversaciones, aunque según parece eso es lo que más gusta al Piñera. Ser un protagonista, siempre. Aquel niño feúcho, escuchimizado, enfermizo, poco ingenioso, tímido hasta el aburrimiento y falto de talento, se mirase por donde se mirase, vivía una etapa dorada. Con su señora esposa, mujer de bandera, y sacando partido a su ortodoncia y tantos blanqueamientos dentales que ya era poco recomendable, según los doctores, aplicar más luz azul a su desgastado aunque albísimo esmalte. A ver, honradamente, yo tan solo soy una prostituta española afincada en Roma donde no hay puta pobre. Pero yo no lo veo tan atractivo como dicen en la prensa de su país y en la de aquí. La española ya no la leo. No tengo tiempo. Pero supongo que ni lo mientan, conociendo como conozco a mis compatriotas y su tradicional falta de interés por ese y otros países. Ahora, si en Kansas un coche se salta un semáforo y unos polis catetos y rubios lo persiguen por la autopista poniendo en riesgo a los 6 vehículos (5 de ellos camiones) que a esa hora circulan sale en prime time en el telediario de Tele5, hablando de Berlusconi. ¿Qué? Ah, ¿que no hablábamos de él? Bueno, pues ya hablaremos. Tómenlo como recurso catafórico y no interrumpan. En fin, que viene Piñera a Roma, sobre todo, a recibir la correspondiente bendición de Su Santidad el Papa de ahora, perdón pero no recuerdo su nombre, y a reunirse ya de camino con nuestro presidente, el más moreno, estirado (textualmente) y machote gobernante de la Unión Europea, ese chiste calabrés que mejor no cuento ahora, más que nada para no perder el hilo. La visita del chileno comporta ciertos preparativos menores (no es como si viniese Obama, no se me enfaden los chilenos) pero que afectan directa e indirectamente al gremio al que yo pertenezco, así que estamos en pleno revuelo para ver qué grupo empresarial se queda con la concesión de los servicios al séquito de acompañantes, políticos, guardaespaldas y asesores varios del país extranjero y las docenas de delegados de esto y aquello del país anfitrión, que son los que más trabajo nos dan. Conseguir esta adjudicación oficial conllevaría un buen pellizco para nuestro holding. Eso y las comilonas y festivales que se suelen dar en estos eventos nos hacen a todos poner gran empeño en conseguir este trabajo.
Nuestro jefe es un hombre influyente, gran amigo de Berlusconi. Le llaman el Bos, diminutivo en realidad de Boxer, porque en sus tiempos mozos fue un gran boxeador allá en los EEUU de donde es oriundo. Chicago le vio nacer, crecer, llegar a los 1,90 metros de altura, pesar 108 kilos y zurrar en ring a cientos de contrincantes. Más negro que la noche, casi todos sus combates se decidieron por K.O. y a más de uno mandó a la morgue, y a muchos otros directos al hospital. Algo de esa sangre de tigre todavía andaba en sus venas, y en su mirada se adivinaba una furia que hacía que muy pocos le diesen un “no” como respuesta. Así que teníamos muchas posibilidades de quedarnos con el curro de los chilenos y ganar un pellizco del copón.

**

Como ya se figuran todos, el día de la visita oficial éramos nosotros y no otros, los encargados de aderezar fiestas y bienvenidas oficiales y extraoficiales porque si este país por algo se caracteriza es por no ocultar lo que ocurre en todos lados y nadie tiene cojones de contar (en palabras de Il Cavaliere). Pues, vale. A nosotras, en verdad, nos trae sin cuidado trabajar de tapadillo o al descubierto, igual nos dan por ahí. Yo era por dar detalles y que la cosa tuviese más sentido para ustedes.
Llegadas las noches, cenábamos con un centenar de señores de ambas nacionalidades. Tratados como reyes, como actrices de Hollywood, como rajás, como emperadores; éramos como Cleopatra, como Liz Taylor, como Grace Kelly, como las princesas de los cuentos, tomando ostras y champán y fresas y caviar. Después, claro, risas y más risas acompañando a esos señores que hablaban de fútbol y de todo menos política. Chistes sobre negros, mujeres, maricas, tullidos, curas. Y más risas. Sentadas en sus rodillas, fingiendo beber y estar ebrias. Lo de siempre. La reunión llega a un punto en que la conversación se marchita, la sed se apaga y toca andarse a la cama con una o varias putas. Y esas éramos nosotras. Las más afortunadas dieron con chilenos borrachines y con eyaculación precoz. Apenas susurrabas a su oído papito lindo... se acabó. Y todos a dormir. Cómo me recordaban a los españoles. Otras, con menos suerte, acompañaban a los italianos, hartos de viagra, que las tenían varias horas aguantando el poco esmero y la ninguna habilidad del italiano medio en la piltra. Eso sí, radiando cual periodista deportivo la secuencia, lo que aumentaba la miseria de la situación de modo exponencial.
A mí, por puritita casualidad, me tocó andarme a la suite del Piñero. Hombre educado, me explicó que amaba a su mujer y que jamás la engañaría. Salió de la habitación y me dediqué felizmente a beber más y más champán. En estas que entra en la habitación un muchacho hermoso de unos veintitantos que me dice que es del servicio secreto, un guardaespaldas del dichoso Piñera. Que sabe que soy española y que, por lo mismo, debo entenderlo que tras cuarenta años de aguantar a un puto ladrón, debo comprender que el Piñera ha de morir, por el bien del país, por el bien de la región, por el bien de Sudamérica y del mundo entero, en realidad. Que es un dictador encubierto, que va vendiendo el país al mejor postor, y blablabla. Me propone que le ayude, que de aquella noche no pasa que el tipo enano aquel pase a mejor vida. Yo le digo que estoy trabajando y que solo soy una puta. Que nada sé de Franco, que para mí como si no existió. Pero él insistía e insistía. Era bello, el cabrón. Al fin, dije sí, sin pensar. Solo por contentarle y conseguir que me dejara en paz.
Salió de la habitación el agente secreto justo a tiempo. Entraban por la otra puerta nuestro admirado Berlusconi y cuatro muchachas que en principio pensé que eran hermanas gemelas, aunque más tarde vi que no, que solo eran unas muchachas muy parecidas, entre 14 y 16 años. Modelos de lencería, jugadoras de voleibol playa de la liga infantil o algo así. Tomamos champán mientras Il Cavaliere contaba más y más anécdotas y todas reíamos al unísono sin entender nada. Al cabo, pasó al cuarto el chileno con su linda esposa (a eso se refería el muy zorro con lo de no engañarla). Para mi sorpresa, ella no se escandalizó por el alto índice de puta por metro cuadrado de la habitación. Y reía tan falsamente como las mellizas y yo misma. Lo que sí se me hizo evidente es que a nuestro presidente le apetecía más la esposa del otro que cualquiera de nosotras por más seductoras que fuésemos. Y ahí comenzó todo. La mujer flirteó, el marido lo notó, el italiano se enervó y la orgía comenzó. Todos se fueron desnudando al son de no sé qué música blues y a una señal de Berlusconi las niñas del voleibol atacaron a Piñera que, por más que amase a su mujer, nada podía con su condición de varón de la que era tan esclavo como el que más. La señora chilena se entregó al viejo caballero italiano sin remilgos y yo, cumpliendo profesionalmente, ayudaba aquí y allí en lo que fuera menester. Entonces oí unos golpes en la puerta trasera, la del servicio. Como los otros andaban en sus quejidos y grititos no oyeron nada. Y yo, que recordé al guapo agente, tuve que tomar una decisión.
No me pregunten por qué lo hice, qué esperaba, qué me guiaba; si lo hice por convicciones políticas o por fidelidad a mi profesión. Ni por dinero ni por política, ni por desdén, ni por la borrachera. Ver los ojos negros del joven moreno. Eso. Eso me hizo dejar de acariciar el trasero de la primera dama chilena mientras Berlusconi la penetraba torpemente y ella fingía disfrutar. Bajé las escaleras que separaban la gran cama de la puerta y abrí a los sicarios. Entre ellos el muchacho guapísimo con el que de buen gusto habría yo hecho el amor. Pero, qué va. Allí, sin más ni más, se armó un tiroteo brutal y, en vez de echarme un polvo, me empujó apartándome de la línea de fuego que atravesó los cuerpos de ambos presidentes, la jovencísima y putísima primera dama y algunas de las menores que cabalgaban al chileno de modo inconsciente y dedicado. Allí estaban. Todos muertos. Menos yo.
El aguerrido profesional me dio las gracias y un beso en la mejilla y salió que se las pelaba junto con los otros tres hombres encapuchados y armados, el último de los cuales aún tuvo tiempo de pellizcarme el trasero.
Quedé petrificada. Empezó a aparecer gente y más gente y a cambiar de posición y postura los cuerpos y a hablarme sobre lo que yo no había visto y no sabía. Ahí, llega mi Bos. Me toma del cuello y me saca del lugar. Me dice que no me preocupe de nada. Que yo no he estado allí, que me iba a llevar a la Toscana, a un garito tranquilo cerca de San Gimignano, donde la mayoría de los parroquianos eran curas y vejestorios que ningún trabajo me darían. Que él, cómo no, vendría a menudo a verme, a vigilar que todo me fuera bien. Que no me pensaba abandonar, que era la joya más preciosa que tenía y daba gracias a Alá (es musulmán el Bos) porque nada me hubiera pasado en aquel lugar de mierda con aquellos payasos de políticos que de sobras merecían estar muertos por gilipollas.
De lo que la prensa chilena dijera sobre el asunto no supe nada. En San Gimignano no llega más que Il Corriere de la Sera y la TV coge solo canales nacionales. Aquí se armó la gorda: tres días de luto oficial, entierro con los máximos honores y desfile incluido, televisado por absolutamente todas las cadenas y la explicación de lo sucedido: un elaboradísimo atentado de la mafia había acabado con la vida del Presidente cuando recibía en visita oficial al presidente de Chile, cuya muerte, daño colateral, había que sentir como cristianos que éramos. Yo mantuve la boca cerrada, como puta, y hasta hoy me va bastante bien. Nada me sorprendió la manipulación de la noticia. Me hubiera extrañado más que dijeran que al final de toda su vida Il Cavaliere la diñó accidentalmente en el ajusticiamiento de un mafioso de segunda, o del presidente de otra República, o de cualquier otro individuo y que encima no fuera ni italiano.

No hay comentarios: