sábado, 6 de agosto de 2011

Los descendientes de Sugranyes o De cómo suceden las cosas, oye

Nunca nadie ha visto al chino de mi barrio en una carnicería. Jamás. Y mira que indagué, pregunté, lo seguí, le espié. A él, a sus cuatro retoños, a la familia que iba y venía, a la abuela.
Yo era una especie de celebridad. A mí acudían muchos con sus dudas y sus problemas. Era cierto que fui de los pocos que habían salido de la ciudad, el único que había terminado la carrera y hasta en mis tiempos se me publicó un librito llamado Relatillos muy malos y poemas de mierda que fue un relativo éxito en mi entorno más inmediato.

En fin, como iba diciendo, a mí venían señoras con problemas de cervicales, ancianos enfadados con sus vecinos, policías urbanos con estrés y varices, mujeres jóvenes tentadas de dejar a sus maridos, y un montón de desconocidos que tomaban un cafecito y conversaban conmigo. Ellos obtenían algún tipo de respuesta y yo iba coleccionando anécdotas.

Quizás habría debido decir que me aturdían en un principio tantas visitas, tantas historias, mas al tiempo comprendí que bien contadas me podrían resultar en otro librito del que quién sabe si no harían una película. O, con menos fortuna, podría lograr mi reconocimiento en el mundo de las letras y ser algo así como pionero en una nueva corriente literaria, renovadora, innovadora, original y excelsa. Así las cosas, como adolezco de una memoria terrible decidí colocar una camarita de vídeo escondida entre unas macetas y grabar las conversaciones, para poder después inspirarme y relatar algunas ficciones que no serían ficciones pero que, para el caso, era lo mismo. Después ocurrió lo de las sombras y de repente, aunque seguí grabando por inercia, ya no pensaba en escribir sino en convertirme en gurú y/o líder espiritual de la aldea. Y lo conseguí en cierta manera.

Llegaron al pueblo los primeros chinos. Fue la época en que en cada lugar abría un restaurante chino, con las lamparitas doradas y los manteles dorados y los nombres dorados: El tigre feliz, El dragón feliz. Eran serviciales y pequeños, te daban cantidades ingentes de comida, cocinaban rapidísimo y era más barato que comer en casa. Mi pueblo tuvo, como todos, un restaurante chino, regentado por Li Wang y su mujer. En la cocina una señora que tenía 95 años. Y unos chavales que parecían ser sus hijos que hacían de todo. Incluso, cuando empezó a estilarse, se compraron una moto y repartían a domicilio. La esposa de Li Wang, digo esposa pero no sé si lo que hacen los chinos es casarse o solo un ritual pagano que formaliza el concubinato. Ni lo sé ni me importa ni los juzgo ni soy yo cotilla. A lo que iba, la china, -que se llamaba casi igual que él-, Shiao Tsu, tenía fuertes dolores de espalda y de pies. Evidentemente, porque pasaba horas y horas y horas de pie y cargaba demasiado peso y estaba reventada. Se lo dije pero por lo visto no me hacía entender. Que trabajes menos, le gritaba aunque ella no era sorda. Era joven y bonita pero imbécil. Hablé con el marido, para que se lo explicase él. Y ahí ya comprendí que aquella no era la solución a sus problemas. ¿Cómo tlabajal meno?, no, no, no. Tlabajal má. Tú tenel que ayudal. Pensé entonces que aquel chino en concreto me caía fatal. Y que ya vería yo cómo le podría fastidiar a corto-medio plazo. Sonreí, dije que sí, y asentí cinco o seis veces con firmeza, con reverencia, como con protocolo oriental. Que pase a verme mañana a eso de las diez. El chino, complacido, me despidió con una bolsa de galletas de la suerte y varios recipientes llenos de delicias de arroz o arroz tres delicias, pollo al curry, cerdo agridulce, y tallarines con tenera. Me puse morado. Me atiborré. Está rico el cerdo agridulce, es raro pero está rico. La cuestión es que ya entonces pensé que nunca había visto al chino en la carnicería, pero me la sudó (con perdón) muchísimo y me inflé de comer.



Aquella noche tuve una tremenda pesadilla. Quizás por haber comido tantísimo, quizás como premonición, quizás como manifestación de mi innata e ignota condición de médium. Estaba yo en Las Ramblas. Comiendo calamaritos fritos. En una mesa como en reunión de amigos y la conversación iba y venía. Todos eran catalanes, excepto -que supiese entonces- yo, y todos me interrogaban, querían explicaciones, me increpaban cada vez más crispados. Me preguntaban que por qué no podían ellos tener su independencia. Si no se sentían españoles, decían, por qué esta atadura. Yo reflexionaba: nadie más que yo deseaba la independencia de aquellas gentes, que se fueran libres, por qué impedirles su deseo y su voluntad. Solo me preocupaba, visto el caso de los israelíes, dónde se iban a meter tantas criaturas que en Palestina ya no querían a nadie más. Pensé en Siberia, en el Sahara, en lugares con mucho espacio, buenas vistas y posibilidades inmobiliarias. Les manifesté mi idea, mis preocupaciones, mis buenos deseos. Y ellos muy hostilmente me dieron a entender que se iban pero que antes me partirían la cara. Entonces desperté.

Hay que ver cómo son los sueños. O mejor dicho, cómo soy yo. Cómo predije lo del Sahara, oye. En fin, no adelantemos acontecimientos que eso es el futuro y ustedes no tienen por qué saber.


A la mañana siguiente: Shiao Tsu
A las diez en puntito, que daba susto tanta puntualidad, llegó Shiao, la mujer del chino cabrón. Empezó de nuevo el relato de que le dolía esto y aquello. Los pies, sobre todo los pies. Se tumbó en la camilla descalza. Tenía unos pies pequeñísimos y yo decidí seguir mi intuición y dejar fluir la energía que sabía que tenía: el poder mental. Concentrado en mis manos, iba aplicando la fuerza cósmica en las plantas de los pies y después uno por uno por los dedos. La china tenía cosquillas y su risita boba me desconcentraba así que le dije que descubriese su espalda y dejase que intentara descongestionarle la musculatura de hombros y cuello. Me volví a concentrar y dejé la cabeza en blanco y masajeé y masajeé, deshice nudos, ablandé la tensión. Juro que entré en trance. Nadie me va a creer pero lo que pasó después no logro recordarlo, la cosa es que la china salió de allí nuevita. Y el marido en recompensa me mandaba cada día raciones de la deliciosa comida de su restaurante. Cada día una distinta. No era tan mamón el chino al final.


El principio del fin
Al cabo de un par de meses, empecé a debilitarme y el médico, al que fui en secreto, me diagnosticó toxoplasmosis, fiebre de Lassa y tularemia. Se imponía una segunda opinión, o una extremaunción. Me decidí por lo primero. Pero como confiaba en la medicina natural, osteópatas y santeros, no me dirigí esta vez al hospital sino al pueblo vecino donde había un tipo que como yo se dedicaba a aliviar el mal ajeno. Tras las preceptivas presentaciones, disculpas y reconciliaciones, comenzamos la terapia. El hombre se quitó la bata, me indicó que me desnudase, puso las manos sobre mí, y entró en trance. Durante el trance, he de confesar que me sorprendió bastante la cantidad de masajes que me prodigó y la felación que me gustó bastante y una vez salido del trance no quise mencionarle. Me recomendó no comer más gatos, me escribió una pócima de hierbas naturales que servía de purgante, y me explicó que debía ir al hospital y que me curaran los médicos, con medicina a poder ser convencional, química y cara. Nada de marcas blancas, ni genéricos. No había que reparar en gastos, ni creerse nada. Perplejo. Fui a casa, a la sala adonde trato a mis pacientes e intenté la autohipnosis. Nada. Me leí la mano. Nada. Me eché las cartas. Nada. Me tiré en el sillón, desesperado, y vi las quinientas cincuenta y dos grabaciones. Nada.

De pronto, supe que no me iba a curar. Y me morí. Al final del túnel, la luz me condujo a una cafetería donde un señor de blanco nuclear me dijo que la enfermedad no era venérea (¿Y quién ha dicho nada?), que siempre le echan las culpas de todo al sexo. Y que los santeros éramos lo peor. Que, por eso, de entrar al Cielo, nasti. Que volvía al maldito pueblo y de allí no movería en toda la eternidad.


Revelaciones

Ahora tengo una perspectiva distinta. Ya no me importa nada. Lo mejor de estar muerto es que me da la oportunidad de espiar. Sé todo lo que ocurre en el pueblo. Soy testigo de los secretos de mis vecinos, de los hijos y los nietos y bisnietos de mis vecinos. No existe el tiempo, veo a los primeros pobladores, los fenicios, los vándalos, los romanos, los árabes; turistas e invasores, todos ante mi mirada de historiador accidental.

Sé todo y nada se me olvida. La memoria de mi pueblo vive en mí, en el conocimiento de un fantasma. Podría escribir miles de páginas, hablar de la mezcla de razas, del verdadero origen judío de Abderramán, de que en 1951 ningún hombre nacido era hijo de su padre legal. No hay misterio para mí. Comprendo a las mujeres. Todas son dóciles, se dejan querer, solo buscan amor. Por eso los látigos, los cuernos, los micrófonos en los teléfonos. Por fin entiendo a los hombres en su humanidad, les mueve su tendencia a la dispersión del esperma. Vi cómo las huestes cristianas echaban del lugar a los moros que aquí habitaban. Vi cómo llegaban mujeres de las Vascongadas. Y hombres castellanos. Y leoneses con sus vacas. Reinaba una calma tensa, en la que todos se insultaban. La convivencia como siempre, la verdad. Cada cual a lo suyo. Un poco hartos de los vecinos, un poco aburridos, un poco trivial el matrimonio concertado, el levantarse al alba, el cocinar, lavar, arar, rezar. Un día de hastío llegó un joven que decía llamarse Ramón de Sugranyes, desterrado por alguna misteriosa razón, del reino de Aragón. Y se me dio ver que en las noches de luna llena el hermoso catalán yació con cada hembra del pueblo y a todas las fecundó. Después llegaron los arqueólogos italianos, después el circo rumano, después el ballet ruso. Así se fue configurando el mapa genético de nuestras gentes, hijos de generaciones de mujeres abiertas de piernas y mente, descendientes del guapo Sugranyes y que, al igual que su antepasado, se tiraban hasta a las piedras; tan solo los chinos han resultado una excepción. Misterios.

2 comentarios:

Pilar dijo...

Mis disculpas por adelantado a los chinos, a los catalanes, a las andaluzas, a los historiadores, a las madres de los reconquistadores, a la de Abderramán, a la mía (porque la van a mentar). Todo es broma, sobre todo lo del Sáhara.
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Riforfo Rex dijo...

Toda una epopeya en cinco minutos.