viernes, 19 de agosto de 2011

El psicólogo Escorpio

Lo suyo era provocar. No lo hacía para joder. Bueno, puede que un poquitín, sí. Pero no era su objetivo principal. En la investigación llevada a cabo para estudiar las características psicológicas del ciudadano Andrés de San Juan, su terapeuta nos explicó que hay personas que tienen un déficit de autoestima que les obliga a llamar constantemente la atención. Mi cara era un poema. Menuda cosa: venir hasta aquí desde Archidona para que me digan lo que todo el mundo que ha crecido viendo series norteamericanas sabe de sobra. Por eso, creo, por mi expresión de “nomedigas,ché”, él se explica algo más.

»Hoy en día eso (llamar la atención) no es cosa fácil. Antes te pintabas el pelo, te quitabas el sujetador, te hacías un piercing y ya eras el centro de atención. Tan solo una minifalda, hacer topless, decir algún taco en ciertas situaciones y ya eras el foco de miradas y comentarios. Pero ahora, el mundo se ha vuelto loco (lo dice un psicólogo). La violencia no nos espanta, la obscenidad nos deja fríos, el escándalo nos divierte y estamos versados en la ciencia forense y en los detalles del mundo criminal, extinciones, batallas campales, tsunamis y todo tipo de desgarrantes escenas, sean de origen natural o resultado de la maldad humana. Después algún larguirucho niño de papá rubio insulta amariconadamente al profesor y espera una debacle. ¡Qué va! Y la cosa necesariamente va a más. Engaña a sus novias en sus narices, se droga para fastidiar a los demás (¿se puede ser más tonto?), quema papeleras y toca a los porteros automáticos de los vecinos a las tres de la mañana. Se pone camisetas con frases obscenas. Se ríe de personas más feas y nada resulta más que en la misma molestia de una mosca cojonera. La frustración por ser ignorado crece en su interior, aunque es un proceso lento y que no dice ni mu hasta que estalla.

»El tiempo pasa y no le resulta nada de nada. Sus papis siguen sufragando sus gastos de niño bien y va a la Universidad. Ahora se cree más listo. Sigue tratando de dar la nota, pero a nadie le importa. Ahora es pedante ya que cuando era ignorante todo fue mal: a algunos gusta a otros, no. Como todo quisque. Sigue siendo uno más, cada vez más anodino, más blancuzco, más flaco. Siente, con cierta razón, que no levanta pasiones ni para bien ni para mal, solo produce sopor. Crece la frustración. Considera que no tiene ningún atractivo. Y se dedica a maquinar. Agotadas las rebeldías de la juventud, tan comunes hoy día, como insultar o coger pataletas, tratar (sin gran éxito) de humillar a los demás, y pasarse de listo con las autoridades de cualquier tipo. Se monta en casi treinta años y se ve cobarde y alejado del brillante personaje que desea ser. Lo peor está por llegar: como acostumbra a vivir de sus padres, cuando estos mueren, necesita trabajar. Eso le repatea: levantarse temprano, pasar horas en la caravana, ver cada vez más de tarde en tarde a los pocos amigos con los que se identifica, casarse y, el colmo, notar cómo se le empieza a caer el pelo rubio y escaso a pasos agigantados y tener que escuchar a su mujer bromear con que es el tiempo de las berenjenas. Ese día no puede más. Su padre era cazador. Va a su casa y toma un arma y un montón de munición. Vuelve a la ciudad, sube al edificio donde trabaja y mata a todos los que andan por allí y no se agachan. Después, como si nada, baja en el ascensor, y deja el lugar. La seguridad de estos sitios falla más que una escopeta de caña; por esa razón,  yo a mis pacientes les digo eso de carpe diem. Porque cualquier día algo les pasará y lo que no hicieron ayer no lo harán jamás.

Levanto la ceja, frunzo el ceño y le obligo con mi carisma y mi superioridad personal a continuar. Pensando satisfecha que ese tío me tiene miedo.

»En fin, toma un taxi, y vuelve al apartamento donde vive con su mujer y la acribilla. Después va pegando de modo selectivo a los timbres de algunos vecinos del inmueble y los deja secos nada más abrir. Algunos de ellos, los que fueron sus mejores amigos. De nuevo, sale y toma un taxi. Se dirige a la sede de la cadena de televisión pública nacional, entra con la escopeta en mano sin que Pepe, el guardia de seguridad que leía El marca, se aperciba de ello. Sube a la planta donde se ruedan los programas en directo y justo cuando emiten La tarde en directo con Paqui Parra, entra a saco y se infla de disparar y matar a todos los que participan en el debate “¿Perdonarías una infidelidad?”, incluyendo a la mismísima Paqui Parra, una de las más famosas presentadora de programas de actualidad y variedades del país. La sensación que le recorre es por fin la ansiada satisfacción de su vanidad, la percepción sensorial del poder y el desahogo de años y años de frustración, vengados. Cuando el primero de los disparos que le alcanzaron le abatió, estoy convencido de que sintió placer. Quiere llamar la atención y la ha llamado. Es lo que creo yo. Por otra parte, no comprendo por qué se me trata a mí como a un mal profesional o por qué dicen que en parte la culpa de la masacre es mía. Lo que pusiera el imbécil ese en su diario da igual. Se lo podría perfectamente haber inventado. Y, sin embargo, ahora soy yo el que está aquí encerrado, en espera de un juicio ¡popular! que nunca llega. Y él en el Hospital tratado como un enfermo mental. No, amigos, es un psicópata y un asesino de masas. Esto es francamente un fallo de la justicia española, un ejemplo de la manipulación de los medios de comunicación y la prueba infalible que no es el año de los Escorpio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Uno nunca sabe quien será el más loco de todos los que vamos en el elevador, ja. Mejor guiarse por el horóscopo. ¡Saludos!