martes, 9 de agosto de 2011

Sergey

Cuando lo conocí, Sergey se decía vaquero. Antes y después había servido a las órdenes de varios terratenientes como pistolero y hombre de confianza. Jamás hablaba de ello. Bueno, jamás hablaba. Pero supe que masacró a cientos de colonos, no tuvo piedad ni con las mujeres ni con los niños e hizo tratos con el mismo diablo para recuperarse de un balazo mortal.
Fue, la verdad, un tipo duro, un hombre malo pero no exento de mérito. Se dice que llegó desde Rusia por Alaska y cruzó medio continente con solo un revólver y un alma presta a venderse.
Corría 1850 cuando vino Sergey al Territorio de Oregón. Bajando hacia el Sur en una vieja mula, solo con su Colt. Sucio y harapiento llegó a Oregón City donde era imposible ser reconocido, sentirse extraño o extranjero y no aprovechar el caos y el gran movimiento de gentes que había en la flamante capital. Ahora Oregón era territorio británico o estadounidense pero antes lo fue francés, tras las fallidas intentonas de españoles y rusos, así que en los caminos se cruzaban acentos y fisonomías de todas las reñidas nacionalidades del Antiguo Mundo con los colmillos afilados, con la familia y carretas, con los coños listos para alquilar, con la biblia y un banquito, con una baraja y cartas en la manga.
Sergey tenía un metro setenta de estatura, usaba botas con espuelas, rara vez se bajaba de su caballo desde que por fin lo consiguió; la mirada turbia por debajo del sombrero, el pelo castaño claro, bigote y ojos rasgados yo diría que por herencia varega. La misma genética que lo convertía en excelente mercenario.
La amistad que me unió con Sergey no era recíproca, ni quizás él me considerara más que una de las cosas prescindibles que podía dejar atrás llegado el momento. Pero como hombre medio normal eventualmente necesitaba compañía, alguien que ocupase una silla vacía en la mesa del Salón donde solía cenar y tomar whisky cada noche que no tenía algún encargo que resolver. Yo fui a sentarme en esa silla una mala noche.
Venía yo del antiguo territorio de La Luisiana, no hacía tanto vendido por Napoleón a los EEUU. Llegué desde un sitio templado y un ambiente donde casi todos eran civilizados, aseados y hablaban francés, de la mano de un tipo adinerado que me presentaba como su prometida. Ni idea de los sucios negocios que lo trajeron aquí. Un día desperté y ya no estaba. Ni su maleta ni una nota de despedida ni unos billetes en la mesilla. Nada de nada. Entonces tuve que recurrir al único recurso. Y ya me quedé aquí en la ciudad de Oregón, en el frío. La memoria me torturaba cosa fina, me arruinaba cada día, cada tarde, cada noche. La cuestión llegó a ser rutina y ya no dolía. Hice lo que debía para sobrevivir. Hasta que me senté a la mesa de Sergey y me sentí arropada, protegida y cada anochecer cenaba. Lo llegué a querer.
Pasaba miedo, claro, mucho miedo. El tiempo de vigilia, moría de miedo. Una vez me dijo, de las pocas veces que hablaba, que yo era la muerte, esa puta que venía a buscarlo sin más. Pero que me burlaría. Y entonces me contó que ya había muerto una vez y ya me había burlado. Habíamos bebido ambos pero no dudé de que aquello fuera verdad.
-¿Me matarás?
-Sin duda alguna.
-¿Por qué?
-Porque ese era el trato. Si no te mato, yo moriré. Y eso no lo permitiré.
-Yo nunca te haría daño.
-Ya... ¿Y si fuera o tú o yo?
-Tampoco.

Me miró. Confuso, creo. Largo rato, me miró. Extrañado, crédulo. Durante un minuto o dos, sus ojos cambiaron. Para mi sorpresa, me besó. Me tomó, me hizo el amor. Me abrazó. Toda la noche. Aquella noche dormí en paz y sin miedo. Por la mañana, se levantó fue a limpiar su LeMat de 1856, me apuntó al corazón y disparó. Al menos tuvo el detalle de usar una bala de plata.


5 comentarios:

kaisu marjatta dijo...

mielenkiitoinen ja jännittävä novelli. kiitos

DINOBAT dijo...

La realidad no escapa a sus pasos...

hugo dijo...

Excelente Pilar.

Pilar dijo...

Muy amables los tres. Gracias por pasar.

Riforfo Rex dijo...

Este tengo que leerlo de nuevo. Joder cómo varían los paisajes de relato a relato. ¿Pynchon?