miércoles, 27 de julio de 2011

La ciudad de la insensatez

En la ciudad de la insensatez nos cuesta comunicarnos, nos malinterpretamos, nos enamoramos de los espejos y nos desnudamos con las cortinas descorridas.
Es el lugar más seco y caluroso del mundo, aquí siempre sopla un viento caliente que perjudica seriamente nuestro juicio. Nubes bajas y espesas, nubes de polvo y humedad: malla rosa sobre nuestras cabezas. Nos da una apariencia angelical, pero estamos todos locos.
A veces caminas por las calles, quizás yendo al trabajo que perdiste hace meses, quizás a ver escaparates, quizás a una cita con horas de retraso y pasas por un callejón donde dos completos desconocidos hacen el amor a plena luz del día. Ella calzada, él con los pantalones por las rodillas. Los ojos cerrados, los quejidos del placer te persiguen calle abajo.
Nadie es feliz por acá. Pero tenemos momentos brillantes. Hay pequeños destellos de dicha en nuestras pobres vidas. Tiernos sueños, fantasías sexuales, coqueteos con la poesía y la música. El mejor chocolate del mundo, unos baños turcos gratuitos, masajes con final feliz para todos por gentileza del alcalde. No nos podemos quejar. Por días vamos contentos sin saber muy bien dónde.
Sin embargo, no sabemos resistirnos a nuestros impulsos y tarde o temprano todos en esta ciudad sentimos una implacable culpa que nos hace dormir mal. Después, mal descansados, tomamos las decisiones equivocadas, decimos lo que no debemos o no sentimos, despechados sin motivo, sentimos celos, orgullo, ira, ganas de destruir, de dañar. A veces, llegamos a desear matar a nuestros amantes.
Jamás una relación acaba bien aquí.
Nos gusta caminar por las vías, hacer picnics, ir a conciertos, el LSD (estamos algo desfasados), bañarnos desnudos a la luz de la luna y amanecer en la playa en los brazos de alguien nuevo. Se nos da fatal orientarnos (siempre nos perdemos), no sabemos pedir explicaciones, preguntar, disculparnos, comprar flores; no entendemos los prospectos de medicamentos y aparatos eléctricos. Somos incapaces de resolver un trámite burocrático. Nuestros carnets caducados, nuestras casas a nombres de sus antiguos propietarios, nuestros coches que no han pasado la ITV, las facturas que señalan la página favorita de Rayuela. Lo cotidiano se nos hace enorme, gigantescas responsabilidades que postergamos: la leche caduca en nuestras neveras, las magdalenas como piedras, el pan mohoso, el champú abierto que se derrama y además no es el que corresponde a nuestro tipo de piel. Nos agobian las cosas chicas y entonces salimos a caminar contra el viento, gafas de sol, vestidos ligeros, dispuestos a comer en el primer sitio que encontremos, dispuestos a sentarnos en la primera mesa con algún desconocido con el que queremos conversar, con el que reírse, hablar de nada, para no comer solos, para salir del bar acompañados, para puede que subir a ese apartamento lleno de formularios, polvo, ropa sucia y comida en mal estado, y que no nos parezca tan lóbrego y asfixiante.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusta mucho este relato, no se lee, se camina por él. Tiene una mezcla insensata de imágenes fantásticas con modernas. También algo insensato que en la ciudad más seca del mundo nos enloquezcan nubes bajas de polvo y humedad.

Pilar dijo...

Gracias por el comentario, Yun :)
Un abrazo

Juanjo Rodríguez dijo...

Esa ciudad y sus habitantes me recuerdan a una ciudad y unos habitantes que conozco bien. Un texto magnífico.

Hazme una señal dijo...

Me gusta viajar al pasado y dejar objetos del futuro que en el futuro sean considerados objetos fuera del tiempo, pero incomprensiblemente los objetos pasan desapercibidos.