jueves, 21 de julio de 2011

La memoria de Jessica

Al principio el alcohol funcionó. Antes de eso, los antidepresivos fueron mi salvación, pero después del primer año me sentía peor. La fitoterapia fue un fracaso, a pesar de que me lo fumé todo. La aromaterapia, un fiasco, y eso que esnifé y esnifé. La cromoterapia me arruinó: pastillas de colores y hartarme de Viagra para verlo todo azul, que es color relajante. Mas no. El alcohol, volver a fumar y salir a ligar me causaron mucho bien. Pero mi estómago se resintió y tuve que dejar todo de golpe. Mal momento para dejar de pensar, sin nada más que mi miseria que llevarme a la boca. Fue peor que horrible.
Sabía que algunos argentinos afincados en Marbella utilizaban exitosamente la hipnosis, pero estaba sin blanca y aquello salía por una pasta. Como ya más bajo no podía caer. Saqué mis tacones altos, hice autostop, subí a la planta 15 del edificio Nube Blanca sito en calle Beata Magdalena Maldonado y pedí audiencia con el psicólogo. ¿No tiene cita? No. Pues lo siento, pero no. De aquí no me muevo, guapa, hasta que no vea al doctor. Que no. Que sí. Que no. Que sí. Que te largues. Que monto un escándalo y vuelvo mañana y monto otro mejor. Silencio. Una bola rodante atravesó el hall. Tenso silencio. Momento de reflexión. Tras los ojos de telefonista, portera, asistente personal, sobrina o peor del doctor, un torbellino azul de turbación.
-Veré qué puedo hacer.
-Bien, -desafiante.
-Bien, -furiosa aunque contenida.

Me acomodé en uno de los incómodos asientos que reconocí al segundo como las sillas apilables Herman 13,95€/unidad (¡Chuck, cabrón!). Y pensé. Pensé en que no quería pensar más, pensé en cómo me lo iba a camelar al argentino para que me hiciera olvidar sin pagar. Pensé que un psicólogo no es un doctor si no se ha doctorado, porque médico no es. Pensé en el silencio aterrador. En el tipo aquel y en el otro tipo aquel. En el tiempo del error. En darme contra la pared de cabeza, o lanzarme por la ventana desde el piso 15. En meterme el abrecartas de la zorrita de la recepción en medio del pecho. En volver a casa y tomarme todos los antidepresivos, calmantes, relajantes musculares, ansiolíticos y pastillas de la tos. Meterme las dos botellas de vodka que me quedaban hasta reventar como un caballo. No era solo una solución, era también melodramático, brillante, ¿original? Bueno, original no. Pero era una solución patética, teatral y, si olvidamos por un momento los vómitos, romántica. Casi estaba a punto de largarme resuelta a proceder a la ingesta masiva de medicamentos y alcohol, cuando me llamó el mismísimo doctor. ¿Señorita? ¿Quién yo? Sí, usted. Quería verme. Parecía urgente. Pase. Cuente.
Tras 55 minutos desahogándome a base de bien, mientras el doctor daba cabezadas, el hombre concluyó: “La memoria debe ser borrada”. Para ser argentino hablaba fatal.
Desperté en casa, aunque no sabía dónde estaba. No recordaba casi nada. Mi cara en el espejo me disgustó, mi ropa en el armario me pareció propia de un putón. Si hasta me llamaba Jessica, por Dios. Los libros de las estanterías, los discos y cedés, las películas que había tiradas por doquier. Quién mierda vive aquí. Pues yo. No recordaba que era drogadicta, alcohólica ni tuve ganas de fumar. Pero, apenas tomé un vaso de agua y sentí el líquido bajar por mi vacío interior, me estremecí. Algo había a punto de salir. Una insatisfacción que estaba ahí. Me embargó la tristeza y súbitamente entendí. Había olvidado la contraseña de la tarjeta de crédito, el sitio donde puse la cartilla de la Seguridad Social, cómo demonios funcionaba la lavadora, el lavavajillas, el horno, la secadora, el mando del vídeo, el gigantesco televisor; pero aquello otro sin saber bien qué era no se había borrado. Al argentino lo habría matado y no lo digo en sentido figurado. Pero no me acordaba de su nombre, de su cara, de su dirección. Habría sido imposible encontrarlo.
No obstante, siempre, hermana, siempre hay un plan B. Este, además, me sonaba de algo: me comí unas 500 pastillas, me tomé un protector estomacal y el vodka directamente de la botella. Antes de caer redonda, tuve tiempo de lanzar por el balcón mis mejores zapatos, toda la ropa con perchas incluidas, la tostadora, la batidora, la licuadora, el cepillo eléctrico, el deshumificador, las planchas del pelo, la epilady, el microondas, el DVD, la minicadena, el ordenador, los tres consoladores, el router, la jaula de los canarios con ellos dentro, lámparas, ceniceros, libros, fotos con sus marcos. La gente de abajo creo que decía algo. Ya iba yo a saltar para ver qué narices querían, pero no llegué a la barandilla. El mundo dio unas vueltas y me desplomé de una vez por todas en el suelo de mármol gris natural recién pulimentado.

2 comentarios:

Juanjo Rodríguez dijo...

Muy interesante tu blog. Hacía mucho tiempo que no leía tantas entradas de un blog. Buen síntoma.

Pilar dijo...

Gracias, Juanjo.
Un saludo,
Pilar