sábado, 16 de julio de 2011

Si no hubiera leído a Chuck

Mi nombre es Joanna Silvestre Castro y escribo. Escribo como venganza. Saldar cuentas pendientes es una obligación natural en mí. Que no soy alta ni soy baja, no soy gorda ni soy flaca. No soy buena ni soy mala. Pero odio y soy rencorosa a rabiar.
Confieso que he matado. Pero matar me mata. Así que quise dejarlo. Tras leer a Chuck Palahniuk me decidí a asistir a un grupo de ayuda. Acudí a Apoyo a enfermos de fibromialgia. No existen test médicos que prueben si tienes o no fibromialgia. Solo eres mujer y te duele todo y estás siempre cansada. Al final pasé de los de la fibromialgia porque yo no quería abrazos ni llorar ni desahogarme ni nada. Yo quería dejar de matar, porque matar me mata.
Busqué otros medios asistenciales y hallé que proliferan los grupos para dejar de fumar, para dejar de beber, para dejar de comer, para dejar de leer. Uno, el de dejar de matar, era el que yo necesitaba. Me costó encontrarlo porque tenía un nombre que despistaba para, supuse, alejar al maderío. Lo denominan Grupo benigno y apolítico de prevención de la sociopatía andaluz. Bueno, algo así. La terapia fue fatal. Aquello estaba lleno de falsos locos y personalidades sin una persona detrás. Acabé matando al psicólogo, me comí sus vísceras y empecé a escribir otra vez. Me acordé de la madre de Palahniuk, Carol. Decidí no volver a leer jamás. Ni al maldito Shakespeare, ni tanto el Hola. Ni para dormir, ni para ir al baño, ni para disimular en las tardes vouyeristas en el parque de la ciudad.
Tras un encierro de doce días sin probar bocado, ya no pude más. Era una hora tardía y mi barrio es uno de esos lugares donde un bar no es un bar. No sirven café en los locales de mi localidad. Había uno cerquita: El Morocco. Yo quería tomar cerveza para quitarme el hambre. Entré y el sitio desde luego estaba hecho a mi medida. Compatriotas de Bulgaria, Colombia, Costa Rica, Rusia, Polonia. Señores calvos, bajos, gordos como calvas, gordas, bajas sus billeteras. Los tipos se sentaban alrededor de las mesas y charlaban escandalosamente, y entraban y salían del reservado.
Qué magnífico lugar para reposar, pasar desapercibida, beber hasta vomitar. Hola, qué quieres tomar, me pregunta una de las rubias camareras. Medio litro de cerveza con un ojo dentro. Marchando. Quieres compañía. No lo sé, puede que después. Trae también un chupito de ron negrita y déjame verte las tetas. Dicho y hecho. Tres litros de cerveza, cinco ojos y veinte chupitos después, todo iba genial.
Fue entonces que vi a un joven penetrar en el local, libreta en mano. Lo oí pedir cerveza y dar torpes explicaciones: solo venía a documentarse para una novela. Qué pena, dijo la rubia a la que yo había visto las tetas. Pensé que si el iluso aquel las viera, se curaría de la gilipollez que claramente le alienaba.
Y de nuevo, la ganas de matar. Joder, con lo a gusto que estaba.
El causante de mi fastidio no se sorprendió cuando me senté a su mesa. Me dijo de modo algo femenino que no venía a eso. No te preocupes, niño, que yo no trabajo aquí. De hecho, no trabajo. Te he visto escribir y te quería decir que yo también escribo. ¿Qué escribes? Novela negra, mentí. Asesinatos. Tramas llenas de simbología. He redescubierto a Agatha Christie, calco sus argumentos pero con mucha sangre, escenas escabrosas de sexo, complot político y sectas secretas detrás. Novela escandinava. Le doy a entender que yo también ando documentándome y que podíamos charlar sobre la vida del suburbio y los grasientos parroquianos. Que, si quería, lo podía asesorar. Vamos a mirar, le invito. Pago yo, dije, aunque no pensaba pagar. El pobre imbécil picó como un pardillo. Un pardillo gorrón, pero pardillo.
Pasamos al reservado y recluté a unas cinco hermosuras para que le dieran todo tipo de tratamiento sin dolor al joven en sus últimos momentos de vida. Que soy una asesina con un corazón muy grande. Yo me quedé en un sillón que había en la esquina, mirando la escena. Parecía que se lo comían por todos lados al muchacho que, no obstante, me consta que disfrutó. Cuando lo decidí, las despedí con un movimiento de la cabeza y se marcharon en divina procesión. Ahora relájate. Te voy a matar. Él masculló no sé qué de que no iba a poder. Tú no te preocupes que ya me encargo yo. Saqué el cuchillo que siempre llevo en el liguero y le sesgué la aorta y la femoral. Lo apuñalé docenas de veces y, cuando dejó de moverse, me metí a lavarme y al rato salí por detrás.
El orangután que tienen los chulos para que nadie se vaya sin pagar se me puso delante. Le traté de engañar, mas parecía enterado de que adeudaba un pastón. Tras unas palabras y ciertos intentos por mi parte de negociar, no me quedó otra. Lo tuve que matar. Qué rabia, porque la curda se me pasó con lo que se revolvía el enorme tipo aquel.
Eran las seis y media cuando llegué a casa, el vestido manchado, cansada, desencantada. Lo de siempre. Pero aquel día más. Matar me mata. Me duché, eché al fuego el vestido, fregué con cuidado el cuchillo y me acosté. Dormí como un bebé. Mañana iré a terapia de preparación al parto.

2 comentarios:

Puck dijo...

jajaja leerte me mata!!! jajaj. muy bueno. lo de los grupos de autoayuda es genial. Y mañana otro. jajaa. Me has matao...
Saludillos muertos

Pilar dijo...

Gracias, Puck. Un abrazo